¿Una Alita de Pollo?
Eran las 11:30 de la noche de un diecisiete de abril y Don Leopoldo caminaba presuroso por la calle, casi corriendo, para llegar a su vieja casa de Jesús María. Acaba de comprar un pollo a la brasa en "El Pollo Pendejo", la única pollería abierta a esas horas.
Don Leopoldo era un viudo de cincuenta y cinco años que vivía solo y ahora se le hacía agua la boca por el olor del pollo recién asado que traía en la bolsa. Ya no podía esperar para sentarse en su mesa y engullir su grasoso manjar.
Faltando cinco cuadras para llegar miró su reloj de pulsera: Eran las 11:45 de la noche. Aun tenía tiempo.
Entró raudamente a su casa, lanzó su paquete encima la mesa de la cocina y enseguida se fue al baño a mear. Después de aliviar la vejiga regresó a la mesa, sacó un plato grande y dejó caer el ave braseada sobre él, entera, como le gustaba. Miró el reloj de pared: 11:55 pm. Tenía sólo cinco minutos para empujarse todo el pollo, así es que le arrancó un ala y le dio una mordida. Puso una cara de orgasmo al sentir la suave y jugosa carne tibia dentro de su boca, el sabor salado y picantito del pollo invadió todo su paladar, y como no había almorzado nada ese día, el placer fue más intenso todavía.
Prefiero comerme este pollo que comerme a Tilsa Lozano —pensó el hombre tragándose el pedazo que había mordido.
Pero tenía que apresurarse, seguía teniendo cinco minutos para comerse todo. Fue entonces cuando sus ojos notaron algo extraño en el reloj de pared: el segundero no se movía. Se lo quedó mirando por un rato. Efectivamente el segundero permanecía inmóvil, el reloj se había quedado detenido en las 11:55 pm.
Un torrente de pánico envolvió a Don Leopoldo. Inmediatamente miró su reloj de pulsera y sus ojos se quedaron petrificados de pavor al darse cuenta que ya eran las 12:03 am del dieciocho de abril. Hace tres minutos había comenzado el Viernes Santo, y él lo había inaugurado violando la prohibición más sagrada: No comer carne.
Don Leopoldo saltó de la mesa y cayó de rodillas al suelo.
—¡Perdóname Señor! ¡Perdóname! —suplicaba el hombre con las manos juntas dirigidas al techo— ¡No es mi culpa! ¡No es mi culpa! ¡Es culpa del reloj! ¡El reloj se detuvo y yo no sabía que el viernes ya había empezado cuando le di esa mordida al pollo! ¡Yo no lo sabía, Señor! ¡No lo sabía!
De pronto, un rumor vago y subterráneo se sintió por todos lados. Los vidrios de las ventanas comenzaron a vibrar con una creciente intensidad hasta que finalmente un temblor empezó a sacudir toda la casa. Don Leopoldo siguió implorando en medio del sismo:
—¡Te lo suplico Señor! ¡Perdóname! ¡No fue mi intención! ¡Yo no lo sabía! ¡Por favoooor! ¡Piedad!
Se puso de pie y fue corriendo al gabinete donde guardaba el licor. El suelo, las ventanas y las lámparas seguía temblando por la inmisericorde ira de Dios, o al menos eso él creía. Don Leopoldo sacó una botella de pisco y se la empezó a beber como agua para inducir el vómito; sentía asco, vomitó algo del licor, pero nada de pollo, por lo que se esforzó en seguir bebiendo hasta secarse casi toda la botella. No funcionó, lo único que logró fue emborracharse.
El movimiento telúrico ya había acabado, pero su cuerpo seguía temblando.
Borracho y consumido por la culpa Don Leopoldo salió a la calle corriendo. Corría tambaleándose de un lado a otro gritando:
—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Dios perdóname!
Un patrullero que pasaba por ahí lo interceptó y le preguntó que qué pasaba. Don Leopoldo sólo gritaba que necesitaba un sacerdote, pero se lo terminaron llevando a la comisaría.
Encerrado en una celda no dejaba de gritar que le traigan a un sacerdote. Los policías trataron de intimidarlo para que se callara, pero el hombre no dejaba de chillar histéricamente pidiendo a un párroco.
Finalmente sus custodios accedieron y dos agentes novatos partieron en una patrulla hacia la casa de un sacerdote ya conocido por los miembros de esa comisaria.
El padre Carlo atendió la puerta envuelto en una bata roja. Frunció el ceño con disgusto cuando los uniformados le dijeron que el capitán Manyute lo estaba llamando, que tendría que acompañarlos a la comisaría, pues tenían a un hombre que podría haber cometido un crimen terrible y quería confesárselo sólo a un cura.
El padre les pidió a los agentes que esperaran, que iría a vestirse.
Mientras los policías aguardaban en la puerta pudieron llegar a distinguir unas voces dentro de la casa, una pertenecía al cura, pero la otra era claramente femenina.
—Carlos, ¿es la policía? —preguntaba la voz femenina con tono de angustia.
—Oye, ¿qué es eso de Carlos? —respondía la voz del padre— Llámame padre Carlo, Carlo, no Carlos.
—¿Es la policía? —insistía la voz de mujer.
—Sí, sí es la policía, pero no viene por ti, vienen por mí.
Hubo una pausa. Afuera, los dos agentes jóvenes pararon las orejas en dirección a la puerta.
—¿Por ti? —se oyó que preguntaba la voz femenina— ¿Eres uno de esos curas pedófilos?
—¡Calla insensata!, ¿crees que si fuera pedófilo te habría estado mamando las tetas?
—Oye, te van a escuchar “los polis”.
—No, no me escuchan, ¿on tá mi sotana?
—La tiraste encima del ropero.
—¡Puta madre!
—La próxima vez calateate despacio.
—!Shhh! Aquí tengo otra, felizmente, y no me tutees.
—¿Y ahora? ¿Salimos los dos juntos? —pregunto la voz de mujer.
—No, no creo que sea conveniente —respondió el clérigo pensativo.
—Anda tú con ellos, déjame aquí un rato y yo me voy después.
—¿Dejarte aquí sola? ¿Para que puedas vaciarme la casa a tu antojo? No mamacita.
—Ay, qué desconfiado eres.
—Y debería pedirte que me devuelvas la mitad, no me has dado el servicio completo.
—¡Ah no!
—¡Shhh! Habla bajo —ordenó el cura.
—Carlos, yo no tengo la culpa de que la policía te haya tocado la puerta.
—Ya, está bien, está bien, y no me tutees, caramba.
—Tienes colorete en tu collarín.
—¿Qué?, carajo es cierto. Y no se llama collarín, se llama alzacuellos, y simboliza la pureza del alma.
—Bueno, la pureza de tu alma tiene una mancha de colorete.
—Sí, ya sé, ya sé. ¿Ya salió?
—Mmm… sí ya está limpio… de colorete.
—No te me hagas la astuta.
—Bueno, ¿y ahora? —volvió a preguntar la voz femenina.
—Vete tú primero, luego yo veré que les digo.
—Ok.
—Apura, apura.
—¡Au! ¡No me pegues!
Momentos después salió por la puerta una joven bastante maquillada y en minifalda que evitó las miradas de los oficiales al marcharse. Un rato después el sacerdote apareció en el umbral vestido con su sotana negra y visiblemente molesto.
—Ay, ay, ay, hasta estas horas de la noche viene la gente a contarme sus problemas —dijo el cura—. Bueno, ¿dónde es la emergencia?
Los policías sonrieron maliciosamente y condujeron al padre hasta la comisaría. Ahí le presentaron a Don Leopoldo, que yacía sentado sobre el catre de su celda con la cabeza gacha y las manos en la nuca. Su aliento a alcohol se podía sentir desde la entrada del calabozo y el cura inmediatamente pensó en un crimen pasional.
Al ver al sacerdote, Don Leopoldo se le abalanzó cayendo de rodillas frente a él.
—Tranquilo, hijo mío, tranquilo —le decía el padre Carlo con voz suave— dime, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás alterado?
—¡Ay, padre! ¡Usted no sabe lo que he hecho! ¡No se lo imagina!
El cura le puso una mano amiga sobre el hombro y le dijo con mucho cariño:
—Sentémonos en la cama, vamos a hablar. Cuéntame lo que ha sucedido, hijo mío, estoy aquí para ayudarte.
Don Leopoldo se secó las lágrimas.
—Ya es Viernes Santo, padre.
—Lo sé, hijo mío, lo sé. Este es el día en que recordamos la muerte de nuestro Señor Jesucristo.
—Es cierto, es cierto —asintió el hombre gimoteando— y está prohibido comer carne, ¿no es así, padre?
El sacerdote sacó el labio inferior y ladeó la cabeza.
—Bueno... sssí, hijo, es la tradición no comer carne este día. Pero, ¿eso qué tiene que ver contigo?
—¡Padre! —exclamó Don Leopoldo tomando al sacerdote por la sotana.
—Dime, hijo, ¿qué pasa?
—¡Padre!
—Tranquilo, hijo mío, dime qué fue lo que hiciste, estoy aquí para escucharte, no para juzgarte. No tengas miedo, el señor es misericordioso, todo lo perdona si te arrepientes con el corazón.
El hombre aspiró profundo y finalmente confesó con voz trémula:
—Me comí una alita de pollo, padre.
Los dos se quedaron mirando mutuamente y en silencio por varios segundos. Finalmente el padre preguntó:
—¿Qué? ¿Dices que te comiste una alita de pollo?
—¡Yo no sabía, padre! —empezó a llorar el hombre— ¡Le juro por Dios que yo no sabía que ya era Viernes Santo cuando me la comí! ¡Se lo juro!
—¿Te comiste una alita de pollo? —repitió el cura.
—Sí padre, he pecado, he pecado, apenas empezó el Viernes Sagrado y lo primero que hice fue pecar. ¡Ay, padre! Qué me deparará el destino ahora....
—¡Una alita de pollo! ¡Te comiste una alita de pollo! ¡¿Eso es todo lo que has hecho?!
—Sí padre, sé que estuvo mal, estoy sumamente arrepentido, pero le juro que yo no sabía, el reloj se malogró y yo pensaba que aun era diecisiete de abril y me comí la alita... buuu buuu… y estaba muy rica….buuu.
El padre Carlo se puso de pie lentamente sin quitarle la mirada al hombre. Una vena latente se le marcó en la sien y su respiración empezó a agitarse haciendo que su pecho se hinchara y desinflara cada vez más rápido. Trató de calmarse y caminó lentamente hacia los guardias que esperaban en la puerta.
—Capitán Manyute, hágame un favor.
—¿Qué pasa, padre? —respondió el más gordo y viejo de los policías.
—Capitán Manyute, este hombre está severamente confundido… yo… yo quisiera hablar un rato a solas con él, por favor.
El capitán miró al sacerdote moviendo la boca de un lado a otro como no sabiendo qué decidir.
—Será sólo un momento —insistió el padre Carlo— no se preocupe.
—Está bien, padre, pero cualquier cosa sólo pegue un grito.
—Estaré bien, gracias.
Y así, los policías salieron del corredor de calabozos y se acomodaron en la oficina, cerca de la entrada de la comisaría. El padre Carlo volvió a ingresar a la celda de Don Leopoldo. Se le acercó lentamente con llamas en los ojos y los puños cerrados. Se inclinó muy cerca del rostro del hombre y masticando las palabras con ira le dijo:
—Cojudazo de mierda.
—Lo merezco, padre, lo merezco… buuu
—¡No, llorón! —exclamó el sacerdote— Me estaba tirando a una puta en el momento en que la policía me tocó la puerta.
—¿Ahh?
—¡Shhh! Le pagué a esa mujerzuela por toda la noche. Doscientos soles de las limosnas me cobró la muy pendeja. Pero vine para aquí sólo porque me dijeron que era un asunto importante, de vida o muerte. Me dijeron que tenían a un hombre enloquecido que tal vez había cometido un crimen horrendo y necesitaba confesarse.
El padre se incorporó e inhaló profundamente, aguantó el aire por un par de segundos y luego lo liberó todo en un grito:
—¡Pero todo lo que has hecho, huevonazo, es comerte una alita de pollo! ¡UNA ALITA DE POLLO!
Don Leopoldo miró al cura totalmente desconcertado.
—Pero... no entiendo, ¿acaso no es pecado comer carne este día? —preguntó.
—¡Aaahhhggg! —gritó el sacerdote haciendo el ademán de querer estrangularlo— ¡Y pensar que me iba a dar el chico! ¡Maldita sea!
—¿Qué pasa, padre? —preguntó el capitán. Los policías habían regresado corriendo.
—Capitán Manyute. ¡Deje a este infeliz metido en el calabozo, por borracho y por cojudo! No hecho nada. ¡Sólo quiere joder!
Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rechoncho rostro grasoso y mal afeitado del capitán.
—Je, je, sí padre, aquí se queda.
Al día siguiente Don Leopoldo despertó en su celda con una resaca terrible y una sed abrazadora. Los policías lo dejaron usar el baño antes de soltarlo. Bebió agua del grifo a borbotones, se mojó la cara y se miró en el espejo. No recordaba muy bien lo que había pasado la noche anterior. Había tenido pesadillas. ¿Un terremoto? ¿Un sacerdote gritándole? ¿Por qué le había estado gritando el sacerdote? ¿Por qué había sido?
Salió del baño amodorrado y lo primero que vio fue a los policías tomando desayuno. Habían comprado tamal de cerdo, pan con chicharrón, salsa de cebolla y sangrecita frita, y para beber, café con leche con mucha azúcar. Todo esto estaba dispuesto sobre uno de los escritorios que hacía las veces de mesa y los policías se abarrotaban las bocas con toda esa carne pecaminosa. De los grasosos labios del capitán Manyute colgaban dos hilitos de cebolla que bailaban mientras masticaba su pan con chancho. Y toda esa blasfemia ocurría bajo un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que “miraba” a los guardias llenarse las panzas gustosos, sin el menor respeto.
Don Leopoldo sintió como si acabase de encontrar a su mujer en la cama con otro hombre. Totalmente escandalizado, se acercó a los policías.
—¡Pero qué están haciendo! ¡Qué está pasando aquí! —gritó agitando las manos sobre la cabeza.
Los policías lo miraron con los ojos bien abiertos y las bocas llenas, desconcertados ante la reacción del hombre.
—¡Qué no saben que es Viernes Santo! ¡Acaso no saben que comer carne está prohibido!
Los agentes seguían mirándolo con los cachetes llenos de carne de puerco, cebolla y sangre frita.
—¡Esto no es posible! ¡Ustedes son hombres de ley! ¡Son hombres de Cristo! ¡Son…, son…!
Don Leopoldo no pudo terminar la frase, se agarró el pecho con ambas manos como si se quisiera arrancar el corazón y se derrumbó en el suelo.
Los policías corrieron a pararse a su alrededor, contemplándolo sin estar seguros de cómo proceder.
Los labios del hombre tendido en el piso se movían muy despacio. El capitán Mantuye se arrodilló con esfuerzo y pegó la oreja a la boca de Don Leopoldo para escuchar las que pudieran ser sus últimas palabras.
—Me alegro… —dijo sumamente débil— de irme de este mundo… limpio… sin pecado…
El capitán apartó la cara y lo miró fijamente a los ojos.
—¿Sin pecado dices? ¿Ya no te acuerdas de la alita de pollo? —le preguntó con tono irónico.
Don Leopoldo abrió los ojos de par en par, sujetó al capitán de la camisa haciendo el ademán de querer levantarse y lo miró por última vez con el rostro totalmente colorado. Se sacudió un poco y ahí quedó.
—Loco de mierda —murmuró el capitán Manyute mientras se sentaba en su escritorio a terminar su desayuno.