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La noche de las fieras


En el centro del Kalahari, en África meridional, había una casa en la que vivían el doctor Tedman Maalouf, junto con su esposa Isabel Goodson y su perra pastora alemán Nikola.

El doctor Tedman, biólogo especializado en felinos, era un hombre de cincuenta y tres años, mal afeitado y de cabello blanco. Había heredado esa casa de sus padres, también naturalistas, y se sentía dichoso de estar ahí. Su esposa Isabel, rubia, un poco regordeta y finalizando sus cuarenta, lo adoraba y se decía que si el doctor Tedman se fuera a vivir a lo más helado de Siberia, su esposa lo acompañaría sin chistar. La pareja intentó tener hijos muchas veces, pero no lo había conseguido, por lo que el amor maternal de Isabel se volcó a los animales que estudiaban juntos.

En una ocasión la pareja de esposos había encontrado a una leopardo muerta por razones desconocidas, y junto a ella había un pequeño cachorro que no se apartaba del cuerpo sin vida de su madre. Isabel enseguida quiso adoptar al leopardito, pero su esposo, el doctor Tedman, le dijo que de ninguna manera permitiría que ella haga algo semejante. “Pero si lo dejamos aquí va a morir”, le dijo Isabel. “Así es la naturaleza. Lo siento, no podemos intervenir, sólo observar”, fue la fría respuesta de su marido. Isabel, con lágrimas en los ojos, dejó al pequeño felino en el suelo y ambos, marido y mujer, partieron hacia la casa en su jeep, dejando al pobre cachorro a su suerte.

El terreno donde se hallaba la casa estaba rodeado de altos pastizales. Prácticamente formaban una muralla natural entorno a ella. La casa estaba hecha principalmente de madera y vidrio laminado. Tenía dos pisos, en el primero estaban la sala de estar, el comedor y la cocina, y en el segundo había dos recámaras, en una de ellas dormían los esposos y la otra estaba vacía, pero decorada de una manera infantil, era la habitación del niño que nunca pudieron tener. En la parte frontal de la casa resaltaban dos enormes ventanas de vidrio laminado que se abrían parcialmente hacia arriba, también había un pórtico en el cual, cada atardecer, el doctor Tedman e Isabel se sentaban junto con su perra Nikola a tomar café o chocolate y mirar al sol pintar todo de color rojo mientras se ocultaba en el horizonte. Tenían, además, un generador eléctrico a gasolina que se hallaba en la parte posterior de la vivienda, y junto al generador había un gran tanque de propano de unos dos metros de largo en forma de cápsula que servía para la cocina.

Después de la puesta de sol se iban a dormir, puesto que siempre se levantaban muy temprano para salir a filmar a los animales, especialmente a los leones. Había una manada de leones consistentes en diez hembras y dos machos de melena rubia. El doctor Tedman la llamaba “La manada del este”. Esta manada cazaba cebras, ñus, antílopes y hasta jirafas, también tenían varios cachorros, pero últimamente la “manada del este” había estado siendo asediada por dos monstruosos leones machos de melena oscura. Cuando ocurrían estos asedios, todo el grupo, las hembras y los machos, salían a enfrentar a estos gigantes intrusos, y hasta ahora los habían mantenido a raya. Estos leones gigantes lo tenían fascinado al doctor Tedman y los había apodado “Los errantes”. Los errantes eran los leones más grandes que él había visto en su vida. Normalmente un león macho, en su plenitud, medía como máximo dos metros y medio de largo, desde el hocico hasta la punta de la cola, y pesaba alrededor de ciento noventa kilos. Unas medidas como esas conformaban a un león adulto bastante grande y temible, pero “Los errantes” no eran grandes, eran enormes, llegando a medir unos asombrosos tres metros de longitud, con un peso aproximado de doscientos cincuenta kilos, pero no de grasa, sino de puro músculo, además de una altura, también aproximada, de un metro y medio, desde el suelo hasta los hombros. Sus abundantes melenas oscuras, virtualmente negras como una noche sin Luna, los hacían ver más aterradores, aun más que sus congéneres rubios. El doctor Tedman sabía que era cuestión de tiempo para que Los errantes tomen el poder de “La manada del este”, expulsen a los dos machos de melena clara y masacren sin piedad a todos los cachorros, y él estaba dispuesto a filmarlo todo. Una filmación como esa valía oro para la National Geographic.

A la mañana siguiente, a eso de las cinco de la mañana, el doctor Tedman y su esposa Isabel se levantaron de la cama. Después de lavarse tomaron desayuno. Nikola, emocionada por la perspectiva de un nuevo día movía alegremente la cola. Isabel ponía leche en el plato de la perra y esta la bebía con esmero. Luego se vistieron. El doctor Tedman se puso sus pantalones camuflados y su camiseta de manga larga también camuflada. Isabel se vistió de una manera similar. Estaban casi listos para salir en su jeep y seguir observando a la “La manada del este”. El doctor Tedman se enfundó su revolver Smith & Wesson plateado, de calibre .357, también colocó en una funda para el tobillo una pequeña pistola Glock 30, de calibre .45 y de diez tiros. Finalmente en su cintura izquierda se ajustó su infaltable cuchillo de veintidós centímetros de hoja y mango de asta de ciervo. El doctor salía a sus incursiones bien armado, pues iba a acercarse a una manada de leones, además estaban “Los Errantes” que podían aparecer de improviso, también lo hacía para proteger a su esposa Isabel.

Después de encerrar a Nikola en la casa, ambos esposos abordaron el jeep y se dirigieron parque adentro a unos sesenta kilómetros por hora. En el camino encontraron a un nativo, un hombre de piel muy oscura, vestido con una túnica roja, descalzo y con una lanza de dos metros con una punta intimidante. Ellos lo conocían, su nombre era Omari, tendría sus veintiocho años.

Los esposos detuvieron el jeep e intercambiaron algunas palabras con Omari en su lengua natal, la que ambos conocían. Omari les advirtió que había dos leones enormes con melena negra rondando por aquellos lares, pero no eran leones comunes, sino espíritus malignos en cuerpos de leones, que tuvieran mucho cuidado, que las balas no matarían a las bestias.

Obviamente el Doctor Tedman y su esposa no creían en tales supercherías. Demonios con forma de león... ¡qué tontería! Pero por respeto a Omari le dijeron que tendrían cuidado y que si se topaban con algunos de estos leones de melena oscura darían la vuelta y se marcharía. Omari no les creyó del todo, pero los blancos siempre han sido escépticos con cosas de los espíritus. Finalmente, la pareja de esposos continuó adentrándose en el parque dejando a Omari atrás.

Después de cuarenta minutos conduciendo finalmente se detuvieron y bajaron con una costosa cámara filmadora y un trípode. Ahora el camino lo harían a pie. Había numerosos árboles en las inmediaciones, con monos en las copas que gritaban al verlos pasar; se podía encontrar también una enorme cantidad de aves en lo árboles y entre los pastizales. Lograron filmar a una águila secretaria comiéndose a una serpiente. Esta última luchaba por su vida, pero la garras y el pico afilado del águila hicieron bien su trabajo matando al reptil. De pronto, escucharon un rugido, el doctor Tedman se puso alerta, luego se oyeron más rugidos: eran leones. Sus bramidos eran inconfundibles. Ambos esposos aceleraron el paso en dirección a las voces de las fieras. Los pastizales estaban tan altos que los leones no podían verlos, pero sí podían olerlos, mas algo estaba aconteciendo, había un claro grande entre los pastizales donde se podía ver a toda la manada del este. Tedman enseguida puso la filmadora sobre el trípode y empezó a grabar, no se imaginaba lo que estaba a punto de capturar con su cámara. En efecto, la manada estaba inquieta, las hembras permanecían sentadas y con la vista puesta hacia unos matorrales, los dos leones machos y rubios estaban sobre sus cuatro patas y no despegaban la vista de aquellos arbustos. Era como una tensa espera. Los felinos machos y rubios empezaron a bramar, era un bramido marcador de territorio, era como decir “Esta es nuestra tierra, ¡largo de aquí!”. Los machos seguían bramando y las hembras trataban de llevarse a los cachorros lo más lejos que podían, cuando de pronto se hizo evidente la causa del nerviosismo de la manada: Eran los Errantes. Los dos leones macho, enormes y de oscura melena, salieron de los matorrales. Este era el momento que Tedman estaba esperando, empezó a grabarlo todo. Los leones rubios continuaban bramando, pero tal sonido no amedrentaba a Los Errantes, quienes avanzaban a paso corto pero sin pausa. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir: los cuatro machos, los rubios y los morenos, se enfrascaron en un combate salvaje. Uno de los Errantes le lanzó un zarpazo a su adversario desencajándole toda la mandíbula. El otro rubio se paró en dos patas y su adversario hizo lo mismo, pero el Errante hundió sus largos colmillos en el cráneo del rubio, lo que lo mató de inmediato. Luego los dos leones de melena negra se abalanzaron sobre el león con la mandíbula rota, este hizo denodados esfuerzos por enfrentarse a los dos gigantes, pero estos terminaron destrozándolo a mordiscos y zarpazos, el león rubio yacía agonizante de costado en el suelo, con el vientre abierto y los intestinos derramados sobre la hierba. Luego que los machos Errante hubieron matado a sus oponentes, pusieron la mirada en los cachorros de las hembras. Esto era así, así ocurría en la naturaleza: cuando uno o dos leones machos forasteros derrotan a los machos de una manada, inmediatamente matan a los cachorros para que las hembras vuelvan a entrar en celo y así poder copular con ellas. Pero ni el doctor Tedman ni su esposa estaban preparados para atestiguar tal masacre. Los leones de melena negra despedazaban a los cachorros sujetándolos con sus poderosas garras y jalándolos con sus fauces, el pobre cuerpecito del cachorro no soportaba la tensión y terminaba desgarrándose en dos, no contentos con ello los Errantes devoraban los restos del cachorro. No sólo los mataban, ¡se los comían! Y todo eso frente a sus impotentes madres que ya aceptaban un cambio de mandato.

Uno de los machos vencedor, con un trozo de cachorro en la boca, se quedó mirando a la cámara de Tedman; escupió con desdén el trozo de carne que tenía entre sus colmillos y se empezó a acercar a donde estaban los esposos filmando. Tedman lo dejaría aproximarse, pero hasta cierto punto; cuando monstruoso felino estuvo demasiado cerca para la comodidad del doctor, este sacó su revólver .357, se puso de pie y disparó un tiro al aire que sonó como un trueno, espantando a las aves más cercanas y mandando a correr a los monos en los árboles.

El gran animal se detuvo, pero permaneció con la mirada clavada en el hombre. Luego, después de unos segundos, el inmenso león comenzó a acercase de nuevo, como diciendo que no le temía al arma de fuego. El doctor Tedman lanzó otro tiro al aire y el felino se detuvo por segunda vez, con la mirada fija en la del hombre. La fiera tenía todo el rostro cubierto de sangre y se la relamía con gusto, su cara era ahora de color rojo, que combinado con su melena negra hacía que su rostro se viera demoníaco: un gato salido del infierno. Ambos, el gran león y Tedman se quedaron mirando fijamente a los ojos por unos segundos. Isabel estaba muy asustada, jamás había visto a un león tan temerario. El doctor jaló el martillo del revólver con su pulgar y se preparó para matar al león, pero justo en ese instante un sonido familiar atrajo la atención de la inmensa bestia: era el otro león Errante que ya había empezado a copular con las hembras. El león temerario perdió de pronto el interés por el humano y se reunió con su camarada para copular con las leonas que minutos antes habían sido espectadoras de la matanza de sus cachorros.

El doctor Tedman dio un largo suspiro de alivio y bautizó al león que lo había encarado como: “El Temible”, el más grande de las dos fieras de melena negra. El ancho de las zarpas de cada uno de estos leones eran más grandes que la cara de un hombre adulto.

El doctor Tedman y su esposa llegaron a la casa. Al entrar en ella los recibió Nikola, su perrita engreída. Isabel le hizo un cariño a su mascota y se dispuso a cocinar. Como ya he dicho antes, el gas para la cocina lo obtenían de un gran tanque de metal en forma de cápsula, las mangueras iban del tanque de gas hacia la casa.

El día anterior El doctor Tedman, que también era un ávido cazador, había cazado un hermoso antílope, lo desolló, destripó y trozó en el campo, luego se llevó toda la carne a su casa, donde su mujer hacía maravillas culinarias con los animales salvajes que su marido cazaba. Después de almorzar ambos tomaron una siesta y al despertar, el doctor Tedman se metió en su estudio donde empezó a revisar las películas y sustraer los fotogramas más impresionantes para convertirlos en fotos. Ahí se pasó un par de horas. Al terminar con su trabajo en el estudio se encontró con Isabel, la mujer tenía dos tazas de café recién preparado. Ambos esposos salieron de la casa y se sentaron en una banca del pórtico para contemplar la puesta del sol, que con su luz menguante pintaba todo de rojizo amarillento. Frente a ellos se extendía una gran terreno con pocos árboles y más allá, a unos cien metros, una muralla de altos pastizales secos rodeaba la casa.

Los esposos se hallaban enfrascados en una conversación sobre cosas banales, cosas del hogar, cuando de pronto Nikola, que hasta ese momento había estado recostada en el suelo de madera, se paró de inmediato y sus ojos se clavaron en los pastizales cercanos a la casa. La perra gruñía y la ladraba, siempre con la mirada puesta en aquellos pastizales.

—Algo le pasa a Nikola —dijo Isabel—, parece que ha olfateado algo.

El doctor Tedman sólo observó preocupado.

Nikola bajó los tres escalones del pórtico y no dejaba de ladrar.

—¿Pero qué le pasa a esta perra? —exclamó el doctor Tedman.

—A olido algo —seguía diciendo Isabel.

La perra avanzó varios pasos hacia el frente sin dejar de gruñir.

—¡Nikola! ¡Nikola! —la llamaba Isabel, pero la perra no obedecía.

El doctor Tedman ya se estaba poniendo de pie para investigar qué era aquello que tanto agitaba a su perra, cuando de pronto “El Temible” emergió de entre los pastizales secos. Enorme, salvaje, con la cabeza en alto, orgulloso, asesino... El doctor Tedman se quedó paralizado al ver a semejante bestia en su propiedad, y más atrás se movían más pastizales, como si algo caminara entre ellos.

—¡Son los dos! —grito el doctor Tedman— ¡Son los Errantes! ¡Isabel, entra a la casa de inmediato!

La mujer se apresuró a cumplir la orden de su esposo.

Mientras tanto Nikola no se había movido, peor aun, su instinto protector y fidelidad la llevaban a acercase más y más al monstruoso felino, ladrando y gruñéndo para que se vaya. Pero el imponente león no se iba, no le temía a nada, menos a una pastora alemana a la que podía aplastarle el cráneo de un sólo zarpazo.

—¡Nikola! ¡Nikola! —gritó el doctor Tedman a todo pulmón.

La perra giró la cabeza para ver a su amo y comprendió que la llamaba a su lado. Entonces la pastora alemana empezó a correr hacia la casa, eso activo el instinto cazador del león el cual sin perder un segundo comenzó a perseguir a la perra.

El doctor Tedman ya estaba en el umbral de su puerta manteniéndola lo suficientemente abierta como para que Nikola pudiera entrar. La perra corría lo más rápido que podía y tenía ventaja, El Temible galopaba a más de ochenta kilómetros por hora, haciendo que la ventaja que tenía Nikola se acortara con cada segundo. La perra llegó al pórtico, unos escasos cuatro metros atrás la seguía el monstruoso león de melena negra. Nikola dio un salto y entró en la casa, inmediatamente el doctor Tedman cerró la pesada puerta de madera, pero lo hizo en el mismo instante en que el león se abalanzaba sobre ella. ¡PLUM! La puerta de madera de guayacán resistió el embate de los doscientos cincuenta kilos del gran felino, pero no sin sufrir una rajadura en diagonal de varias pulgadas de largo. Los goznes se aflojaron y los grandes ventanales de vidrio laminado vibraron con el golpe.

—¡Isabel! ¡Tráeme mi rifle de caza! —gritó el doctor Tedman.

—¡Ya voy, ya voy! —repuso la mujer subiendo las escaleras apresuradamente hacia su habitación donde reposaba el rifle, siempre descargado, en una esquina.

Mientras Isabel cargaba el rifle a toda prisa, Tedman se paró frente a uno de los grandes ventanales de la casa. Pudo ver cara a cara al Temible y a su otro compañero de melena oscura y sin nombre. El león apodado “El Temible” lanzó un zarpazo contra el vidrio laminado y lo rajó, más no lo rompió. Lanzó otro zarpazo con violencia e hizo otra grieta en el cristal. Como Isabel se demoraba, el doctor Tedman fue por su revolver que yacía en la mesa de centro y apuntó contra la fiera que estaba del otro lado del ventanal. El animal astutamente reconoció el cañón del revolver y saltó hacia un costado, pero su compañero no era tan inteligente y permaneció en la línea de fuego. Tedman disparó. La bala atravesó el vidrio e impactó en el cuerpo del león sin nombre. El que el proyectil haya traspasado el cristal laminado le restó fuerza cinética, pero fue suficiente para herir al felino sin nombre, el cual se fue cojeando. El Temible siguió a su compañero alejándose de la casa a toda prisa, pero mientras se iban el inmenso león se volvió para mirar al doctor, la expresión facial del felino era diabólica, llena de odio y sed de venganza. Nunca se había visto una expresión semejante en un león. Tedman disparó una vez más, pero falló, lo único que logró fue hacerle otro hueco al ventanal, que ya presentaba varias grietas y dos orificios de bala. Dicho ventanal no había estallado en pedazos por ser vidrio laminado, pero quedó bastante dañado.

En ese instante bajó Isabel con el rifle cargado, pero ya era demasiado tarde, los dos leones se habían ido y uno estaba herido. El doctor Tedman estaba sudando.

—¡¿Qué pasó?! —le preguntó Isabel jadeante— ¡Escuché disparos!

—Nada. Isabel —respondió el doctor Tedman—, ya se fueron los leones.

—¿Los leones? —preguntó Isabel estupefacta— ¿Te refieres a Los Errantes? ¿Los Errantes han estado en nuestra puerta?

El doctor Tedman acarició a su perra Nikola que gemía asustada.

—Sí, Isabel, ambos estuvieron afuera, logré herir a uno, pero…

—Pero qué —preguntó la mujer ansiosa.

—El Temible… Él se hizo a un lado rápidamente cuando le apunté con el revolver, era como si supiera de antemano que el aparato que yo sostenía en la mano podía hacerle daño… Y cuando herí a su compañero… Me lanzó una mirada… horrible… Había algo diabólico en su mirada… me miraba como si me odiase… Como si quisiera vengarse…

Isabel observó el semblante de su marido, estaba sumamente pálido y tenía la vista en el vacío, como si estuviera reviviendo en su mente lo que acababa de ocurrir.

—Pero querido —empezó Isabel—, los leones no odian, son animales, ellos no guardan rencor.

—Lo sé Isabel, lo sé —dijo el doctor Tedman tomando el rifle que su esposa aun sostenía—. Mejor por qué no vas a preparar la cena, yo estaré bien.

La mujer miró al ventanal rajado y con dos orificios de bala, también se percató de la rajadura en la puerta, esa madera era una de las más duras del mundo y tenía una rajadura de varias pulgadas, mas Isabel no quiso discutir con su marido y fue a cocinar la cena como él le había pedido.

Al doctor Tedman, con el rifle en la mano, se le pasó por la cabeza seguir a los dos leones Errantes y matarlos, pero lo cierto era que estaba asustado, pero no quería transmitirle ese miedo a su mujer, por lo que dejó el rifle sobre el mueble, se sentó en el sillón de la sala y recargó su revolver con balas de punta hueca, las cuales destrozan la carne. El doctor estaba abstraído. No podía olvidar esa mirada llena de odio que le había lanzado aquel león que él apodaba “El Temible”, era como si el felino estuviese furioso con él por haber herido a su compañero.

Esa madrugada, los esposos se hallaban en la habitación del segundo piso durmiendo plácidamente, con Nikola echada sobre una alfombra a los pies de la cama.

El doctor Tedman estaba soñando con leones, soñaba que toda la manada del este, soliviantada por El Temible rodeaban su casa emitiendo bramidos y esa respiración característica de esos felinos, soñaba que varias leonas se congregaban en el pórtico de su casa y observaban los cristales del ventanal, dudando si eran una barrera o algo que ellas podían fácilmente franquear. En sus sueños los leones y leonas merodeaban alrededor de la casa, buscando una forma de entrar. De repente el doctor Tedman abrió los ojos y pudo escuchar los bramidos, las exhalaciones, los ventanales vibrar con cada zarpazo, pero sobre todo el rugido del Temible. Se dio inmediatamente cuenta de que no estaba soñando, los leones sí estaban afuera queriendo ingresar. Nikola hace rato que se había despertado y ladraba hacia la puerta de la habitación. El doctor Tedman enseguida despertó a su esposa.

—¡Isabel! ¡Isabel despierta!

La mujer se despertó.

—¿Qué sucede, querido? —preguntó ella.

—¡Sshht! ¡Es la manada del este! ¡Está ahí afuera!

—¡¿Qué?! —respondió Isabel sobresaltada.

—¡Quieren entrar a la casa! ¡Están golpeando los ventanales! ¡Pronto se romperán y ellos podrán entrar! ¿No los escuchas?

Isabel agudizó el oído y en efecto escuchó los bramidos y rugidos provenientes del exterior. El corazón se le aceleró.

Nikola no dejaba de ladrar, lo que incitaba más a los leones.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Isabel asustada.

—Tienes que ayudarme —respondió el doctor Tedman—, tenemos que evitar que entren a la casa, tú toma el revolver y yo tomaré el rifle, tenemos que bajar y dispararles, tal vez si matamos a uno los demás se vayan…

Un rugido estruendoso resonó en la noche, era el Temible sin duda, que con su nueva manada trataba de atacar la casa.

Isabel tomó el revolver y su esposo el rifle. Abrieron lentamente la puerta y Nikola salió disparada de la habitación hacia el primer piso, seguramente pensando que con sus ladridos iba a espantar a una manada de leones. Los esposos salieron del cuarto y empezaron a bajar las escaleras. Y en el momento que cruzaron por el ventanal pudieron ver a la manada entera, encabezada por el Temible. De un momento a otro el enorme león arremetió contra el ventanal con toda su fuerza y lo abrió como una bala a una lata. Metió medio cuerpo, clavó sus garras en la cadera de Isabel y empezó a sacarla hacia afuera por la gran abertura que había hecho en el ventanal. El doctor Tedman soltó el rifle inmediatamente y tomó las manos de su mujer, que daba alaridos de dolor y terror. Afuera, las leonas jalaban las piernas de Isabel y otras le arrancaban pedazos de carne. Adentro, el doctor Tedman no soltaba las manos de su mujer y jalaba con todas sus fuerzas. Había un forcejeo, el doctor Tedman jalaba hacia dentro y los leones jalaban hacia afuera, y mientras jalaban se comían las piernas de Isabel. El doctor Tedman podía ver que su esposa prácticamente ya no tenía extremidades inferiores, los leones en frenesí le habían arrancado hasta los huesos, su esposa no era más que un torso vivo en el cual el gran león macho clavaba sus garras y la jalaba con la intención de devorarla completamente. Isabel sentía más horror que dolor. Le suplicaba a su marido que no la suelte, que no deje que los leones se la lleven, pero el doctor Tedman, en el límite de sus fuerzas, sentía como las manos de su esposa se le resbalaban, además, se la habían comido de la cintura para abajo, era imposible que sobreviviera. Con el dolor de su corazón el doctor Tedman soltó a Isabel y la vio desaparecer rápidamente por la gran abertura en el ventanal. Podía escuchar sus gritos, gritos que ya no parecían humanos, y los rugidos de las leonas peleándose por un pedazo del cuerpo de la mujer que él había amado tanto.

El león macho conocido como El Temible empezó a atravesar el hueco en el ventanal y entrar en la casa. Nikola valientemente se le enfrentó, pero el inmenso felino la mató rápidamente de un mordisco en el cuello. El doctor Tedman no perdió tiempo. Huyó escaleras arriba y se encerró en su cuarto. Su pistola de tobillo estaba sobre la mesa de noche. La tomó, pero no estaba rastrillada. En ese preciso momento la puerta de la habitación se vino abajo y El Temible apareció en el umbral. Una vez más tenía la cara cubierta de sangre, la sangre de Isabel y en sus ojos había ese destello de malignidad, de deseo de venganza.

El doctor Tedman, sin consideración por su seguridad, saltó por la ventana. Cayó unos cinco metros y aterrizó sobre el césped. Afortunadamente para él no se rompió ningún hueso. No había leones en los alrededores, todos ya estaban dentro de la casa, merodeando entre las estancias, buscando a algún ser vivo que destrozar y la enorme cabeza del Temible abarcaba todo el marco de la ventana, estaba observando al hombre que acababa de saltar hacia el exterior. El doctor Tedman aun sujetaba su pistola de tobillo, la rastrilló y fue cojeando directamente al tanque de gas propano que había detrás de la casa. Apuntó con la pistola al tanque y jaló del gatillo, pero la bala rebotó sacando chispas. El hombre maldijo su suerte y empezó a disparar contra el tanque de gas, cada bala caía en el mismo punto y mientras disparaba gritaba el nombre de “¡Isabel!”. Fue al séptimo disparo cuando ocurrió lo que el doctor Tedman estaba buscando. El tanque de propano de dos metros de largo explotó. Fue una explosión estruendosa que se llevó media casa. Varias leonas salieron disparadas por los aires envueltas en llamas. Lo poco que quedó de la casa empezó a arder, los leones sobrevivientes empezaron a quemarse y corrían desesperados por todas partes mientras que los que habían salido volando caían al suelo muertos. El propio Temible huía mortalmente herido y con su frondosa melena incendiándose. Del doctor Tedman no quedo ni rastro.

El fuego se elevó varios metros arriba siendo divisado por la tribu local, en la que vivía Omari. Todos los hombres de la tribu cogieron sus lanzas y uno que otro rifle de cerrojo y fueron a paso veloz hacia donde destellaba la luz del fuego. Cuando llegaron encontraron cadáveres de leonas quemadas, tiradas por todos lados. La casa de los Tedman estaba semi destruida y envuelta en llamas, entonces los aborígenes entendieron lo que había sucedido. Varios metros más allá pudieron divisar al Temible acostado en el suelo, estaba herido, pero vivo. Todos los hombres corrieron donde estaba la fiera y lo ensartaron con sus lanzas. El gran león lanzó un último bramido agónico y murió.

Omari se lo quedó viendo y pensó para sus adentros: Se lo advertí, doctor Tedman, se lo advertí.

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