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La Sorpresa de Matías Sandoval


1

Era un viernes por la noche y Luis Calderón se encontraba a bordo de un taxi en dirección al departamento Miraflorino de su amigo Matías Sandoval.

Luis se hallaba de buen ánimo, no sólo por ser viernes, sino porque era la primera vez en dos semanas que vería a su amigo. Sobre su regazo descansaba su mochila de cuero, y en su interior había una botella de buen whisky. Luis iba preparado para pasar una agradabilísima velada con su amigo Matías: charlarían, beberían y verían videos pornográficos por Internet; y ahora tendrían mayor libertad, pues la esposa de Matías estaba de viaje por el norte del país y no llegaría hasta el próximo fin de semana.

El taxi dobló por la bohemia avenida Berlín, condujo entre animados bares y discotecas hasta pasar delante de altas edificaciones de departamentos. En la puerta de uno de estos modernos edificios se bajó Luis. Caminó muy contento hasta la entrada, tocó el timbre del 802 y esperó. Esperó largo rato hasta que decidió tocar de nuevo, mas apenas lo hizo una voz lenta y apagada contestó por el intercomunicador:

—¿Quién es?

Era la voz de su amigo Matías, pero su tono somnoliento y algo mortificado le bajó el ánimo enseguida.

—Matías, soy yo, Luis.

—Ah, pasa —dijo la voz secamente al mismo tiempo que el cerrojo eléctrico de la puerta se abría.

Luis entró al vestíbulo iluminado por pequeños focos amarillos y se detuvo a esperar el ascensor que lo llevaría al octavo piso. Una de las cosas que le gustaba del departamento de su amigo era la vista que tenía: se apreciaba gran parte del distrito de Miraflores, con sus calles llenas de actividad y vida nocturna; con sus edificios, parques y brillantes centros comerciales a lo lejos, todo esto desde una ventana junto a la cual había una mesa. En esa mesa le encantaba sentarse a Luis, para beber y conversar con su amigo teniendo a un lado ese paisaje urbano. Y eso mismo pretendía hacer esta noche, pero el tono de voz que escuchó por el intercomunicador lo preocupaba un poco. ¿Estaría enfermo Matías?

Entró en el ascensor y presionó el número 8. Las puertas metálicas se cerraron y empezó a subir. Eran las 9:06 de la noche. Luis no dejaba de pensar en el whisky Ballatine’s que tenía dentro de su mochila de cuero negro. Ya casi era capaz de saborearlo. No podía esperar para sentarse en la mesa de su amigo y sentir el aroma del licor llenando su vaso.

El ascensor hizo un ¡ding! y abrió sus puertas en el piso número siete. De pronto Luis tuvo frente a sí a cuatro viejas, biblias y rosarios en mano, además de velos cubriéndoles las canosas cabezas. Casi tuvo que ahogar un grito porque las cuatro momias se lo quedaron mirando con los ojos bien abiertos y los ceños fruncidos. Luis sabía quiénes eran esas mujeres: el grupo de oración de Doña Inés, que tenía su departamento en el séptimo piso.

—¿Estás bajando, jovencito? —le preguntó una de las ancianas a Luis.

—N…no —titubeó— estoy yendo al octavo piso.

Las otras viejas lo escrutaron con miradas reprobatorias. Luis conocía bien a las mujeres de esa clase: después de una vida de sexualidad reprimida se amparaban en la religión, y se reunían en el departamento de Doña Inés para rezar el rosario, tomar el té y juzgar a los demás. Veían inmoralidad por doquier, todo les parecía pecado, se consideraban sabedoras de la verdad absoluta y todos merecían castigo, menos ellas, claro está.

—Ah, ya —dijo secamente la anciana mirando al suelo con una mueca de disgusto.

Luis presionó otra vez el botón 8 del panel y las puertas del ascensor se volvieron a cerrar haciendo que el hombre sintiera alivio. Cuando el elevador se abrió nuevamente estaba en el piso correcto. De inmediato Luis salió al rellano y se dirigió a la puerta del departamento de su amigo. Tocó el timbre y esperó balanceándose sobre los talones.

Al poco rato el cerrojo hizo un sonido y la puerta se abrió lentamente a medias, como empujada por el viento, pero eso fue todo, nadie salió a recibir a Luis, la puerta permanecía semi abierta e inmóvil. Luis la empujó tímidamente y dio unos pasos dentro del departamento. Se sorprendió al encontrar todo a oscuras y con un extraño olor desagradable en el ambiente.

—¿Matías? —preguntó cerrando la puerta detrás de él, mas nadie le contestó.

Dio unos pasos más hacia el interior.

—¿Matías? ¿Estás aquí? —volvió a preguntar.

—Shhh… Aquí estoy —contestó un susurro unos metros más adelante en la penumbra.

Luis cruzó la sala despacio y se detuvo frente al pasadizo que conduce a las habitaciones. Ahí, en medio del pasillo, estaba Matías, sentado en un pequeño banco al costado del gran ventanal por el que se veía la cocina del departamento de enfrente, que se encontraba en el mismo edificio. Matías miraba furtivamente por la ventana, como temiendo que lo vieran. A su alrededor había botellas de plástico con un líquido que, a la luz de la penumbra, se veía amarillento.

—¡Matías! —le dijo Luis— ¿Pero qué demonios haces aquí sentado en medio de la oscuridad?

Matías levantó la mirada hacia Luis y este pudo ver que su amigo estaba en un estado lamentable. Sus ojos tenían enormes ojeras; estaba sucio y despeinado, como si no se hubiese bañado, y su barba se hallaba algo crecida.

—¡Matías! ¡¿Qué te pasa?!

—¡Shhh! Baja la voz.

—¿Pero qué sucede? ¿Estás enfermo?

—No. Sí. No lo sé. Necesito un trago, compadre. ¿Has traído algo?

—Sí, espera un rato. ¿Puedo prender la luz?

—NO.

—Bueno.

Luis colocó su mochila en el suelo cuidando de no botar las botellas con líquido amarillento y fue a la cocina. Unos segundos después reapareció con dos vasos. Sacó la botella de whisky y le sirvió un trago a su amigo. Este se lo bebió al instante, antes de que Luis acabase de servirse el suyo.

—¡Ahhh! —dijo Matías— Esto me ayudará con mi vigilia. Sírveme otro.

—¿Vigilia? ¿Qué vigilia? —preguntó Luis volviéndole a llenar el vaso— ¿Y qué son todas estas botellas?

—Es mi orina —respondió Matías dando un sorbo de whisky.

Luis sintió que el estómago se le revolvía.

—¿Cómo que tu orina? ¿Qué te pasa hombre? ¿Qué sucede aquí?

Matías dio otro sorbo.

—¡Ay, compadre! Hace dos días que no duermo por estar aquí sentado.

—¡¿Qué?! —replicó Luis asombrado— ¿No has ido a trabajar en dos días?

—Sí, claro que he ido a trabajar, pero no he podido concentrarme por la falta de sueño. Me paso toda la noche aquí, frente a esta ventana, observando la cocina de mi vecina.

—¿La cocina de tu vecina?

—Sí. Lo que sucede es que…

De pronto un resplandor amarillo se filtró por el ventanal. Matías se sobresaltó y la mirada de enfermo que puso asustó a su amigo. La luz de la cocina del departamento de enfrente se acababa de prender.

Matías saltó de su banco y cayó de rodillas al piso botando algunas de las botellas de orina que felizmente estaban bien tapadas. Asomó únicamente los ojos por el marco de la ventana y le ordenó a su amigo que hiciera lo mismo. Ambos hombres permanecieron ocultos, con sólo los ojos asomándose por la buhardilla. En esos instantes vieron a una hermosa mujer entrar a la cocina del departamento de enfrente. Era la señora Elvira, la vecina de Matías, de unos treinta y dos años de edad, alta, esbelta, de cabellos rubios y senos grandes. Linda de cara. Estaba usando una blusa blanca semi transparente y pantalones jeans extremadamente ajustados que le marcaban las nalgas redondas, casi esféricas, que tenía.

—¡Mierda, esta vestida! —dijo Matías. Luis lo miró de reojo.

La bella mujer llevaba un plato sucio. Lo lavó en el fregadero y lo colocó en el escurridor. Se secó las manos con una toalla de papel. Se quedó revisándose las uñas por unos segundos y luego salió de la cocina apagando la luz.

Matías seguía petrificado en su postura, mirando apenas por encima de la buhardilla. Después de un rato se levantó pesadamente y se volvió a sentar en su banquito.

—Mierda, estaba vestida —volvió a decir.

—¿Y qué querías? ¿Que estuviera desnuda?

Matías dibujó una amplia sonrisa en su rostro y le lanzó a Luis una mirada ojerosa.

—Sí, eso esperaba —contestó.

—Un momento —replicó Luis incorporándose— ¿Me puedes explicar qué diablos está pasando aquí?

—Jálate una silla para que te cuente, pero no te pongas tan cerca de la ventana, y sírveme otro trago de ese whisky que has traído.

Luis estaba intrigado, trajo una silla y se sentó frente a Matías en la penumbra.

—Bueno —dijo llenando hasta la mitad el vaso de su amigo— cuéntame qué sucede.

Matías dio un largo sorbo de whisky, miró furtivamente por la ventana y empezó:

—Tú sabes que la señora Elvira me trae loco desde que se mudó a este edificio.

—Sí, sí lo sé, me lo has repetido innumerables veces —replicó Luis sirviéndose un trago.

—Pues bien, hace unos días yo estaba en la cama, eran como las dos de la madrugada y no podía dormir, por más que trataba no podía dormir, así es que me levanté y me fui caminando en la oscuridad hasta la cocina para traer un vaso con agua y tomarme una pastilla. Pero cuando pasé por esta ventana, justo por aquí mismo —y señaló frenéticamente el suelo— vi que la luz de la cocina de la señora Elvira se prendió, así es que rápidamente me oculté a un lado de la ventana y asomé los ojos…

Matías volvió a poner cara de loco y apretó la mano de su amigo.

—¡Dios! ¡No sabes lo que vi!

—Ya me lo estoy imaginando, pero dime.

—Vi a la señora Elvira entrar a su cocina, ¡totalmente desnuda! ¡No llevaba nada puesto! ¡Estaba tal como se mete a la ducha!

—¿En serio?

—¡Ufff! —resopló Matías— ¡Casi me da un infarto! No lo podía creer. Por un momento pensé que quizá estaba soñando, pero no, estaba bien despierto, ¡mirando a la mujer que me trae loco caminando por su cocina completamente desnuda, calata, como Dios la trajo al mundo!

—Qué raro… por qué habrá estado sin ropa a esas horas.

—Yo creo que así duerme —dijo Matías sonriendo con los ojos cerrados, como reviviendo la escena en su mente.

—Bueno, es posible que duerma así —replicó Luis— ¿y qué pasó después?

Matías se quedó mirando a su amigo con una expresión rara.

—No sé cómo lo haces Luis, de verdad, no sé cómo mierda lo haces.

—¿Hacer qué?

—Eso…, estar tranquilo. Te estoy contando algo que me hizo masturbarme toda la noche, pero tú lo tomas como lo más normal.

—Bueno Matías, ¿qué quieres que te diga? Tú y yo ya pasamos de los treinta, ya no estamos en edad como para que una mujer desnuda nos deje lelos.

—¡Y qué importa si pasamos de los treinta! —replicó Matías golpeándose la rodilla con el puño— Tú acabas de ver a la señora Elvira, has visto su figura, sus curvas, su piel blanca, su cara bonita… ¡Imagínatela desnuda!

—Bien, bien, pero luego qué pasó, qué hizo la señora Elvira en su cocina.

—Nada, abrió la refrigeradora, sacó una botella de agua y se fue apagando la luz.

—¿Eso fue todo? —preguntó Luis levantando los hombros y manos.

—Eso fue todo. Pero Luis, tienes que entender algo: es cierto que la escena duró tan sólo unos segundos, pero esos escasos segundos se me han quedado grabados para siempre —aseveró Matías golpeándose las sienes con las puntas de los dedos— y ahora no me puedo quitar esa imagen de la cabeza. Necesito verla de nuevo, necesito volver a ver esas nalgas, esos senos… esa entrepierna depilada… —exclamó cerrando los ojos y pasándose la lengua por los labios.

—¿Y has estado dos noches en vela sentado aquí esperando verla entrar desnuda a la cocina otra vez?

—Bueno, con esta serían tres noches.

—¿Qué? ¿Has estado casi toda la semana atornillado aquí?

—No voy ni siquiera al baño, orino en esas botellas que ves en el suelo.

Luis hizo un gesto de asco.

—Claro que —continuó Matías— he tenido que ausentarme para ir a trabajar. Pero la señora Elvira también trabaja, y nuestros horarios son muy parecidos, regresamos casi al mismo tiempo: a las 6:00 de la tarde. Nos saludamos y cada quién se mete a su departamento. Es por eso que apenas llego del trabajo me siento aquí, frente a esta ventana, a vigilar su cocina. Por desgracia es la única parte de su departamento a la que tengo vista.

Luis bajó la cabeza e hizo un gesto de negación.

—¿Crees que estoy enfermo, no? —le preguntó Matías— Pero si tan sólo la hubieras visto…

—¡Matías!

—¿Qué?

—¿No te das cuenta? ¡Tienes una obsesión con una mujer casada que vive en el mismo edificio que tú!

—¿Crees que sea una obsesión?

—¡Pero carajo! —exclamó Luis poniéndose de pie— Mírate nomás qué aspecto tienes. No te bañas. No comes. No te afeitas… ¿y así te vas a trabajar?

—Bueno… ahora que lo mencionas… en la oficina me han preguntado si tengo algún problema.

—¡Y por supuesto que lo tienes! Estás hecho una desgracia. Te has vuelto esclavo de esta maldita ventana. ¿Y acaso has olvidado que tu esposa llega la próxima semana? ¿Qué vas a hacer cuando ella esté aquí?

—¡Es que no puedo quitármela de la cabeza! ¡Entiende!

—Esto es grave, amigo, esto es grave. Y además, ¿tú cómo sabes que ella va a volver a entrar desnuda en su cocina?

—No lo sé, ese es el problema.

—Lo que viste hace unos días puede haber sido cosa de una sola vez. Quizá jamás se repita.

Matías negó con la cabeza y dio otro vistazo furtivo por la ventana. Luis continuó:

—Tal vez la señora Elvira se acababa de bañar y le dio sed, y como estamos en pleno verano, pues no se puso nada encima y fue por agua.

—¿Bañándose? ¿A las dos de la madrugada? —replicó Matías con una expresión de incredulidad.

—Bueno, bueno, tal vez estaba teniendo sexo con su esposo y le dio sed…

—¿Teniendo sexo? ¿A las dos de la madrugada?

—Quién sabe, tal vez no podían dormir.

—No, compadre, estoy seguro que ella duerme encuerada, eso quiere decir que en cualquier momento de la noche puede aparecer tal como Dios la trajo al mundo.

De pronto la luz de la cocina del departamento de enfrente se volvió a encender. Matías se lanzó de nuevo de rodillas al piso y asomó los ojos por encima del marco de la ventana. Luis se retiró dos pasos hacia atrás y asomó un ojo. Pero esta vez no fue la señora Elvira la que entró en la cocina, sino el señor Rodolfo, su marido, que se notaba que acababa de llegar de trabajar pues aun vestía saco y corbata; tendría unos cuarenta y tres años, alto, de complexión robusta y cara adusta.

—Es el señor Rodolfo, su esposo —susurró Matías.

—¿Te conoce? —preguntó Luis también susurrando.

—Más o menos… nos saludamos cuando nos cruzamos, nada más, tú sabes, una relación de vecinos, eso es todo.

El señor Rodolfo sacó una cerveza chica del refrigerador, la destapó, y al momento de echar la cabeza hacia atrás para beberla sus ojos apuntaron hacia donde estaban Luis y Matías.

—¡Mierda! ¡Escóndete! ¡Escóndete! —le ordenó Matías a Luis mientras él mismo se agachaba lo más que podía.

Luego de unos momentos se escuchó el portazo del microondas. Matías se arriesgó y levantó la cabeza para dar un fugaz vistazo. En ese medio segundo pudo ver al señor parado delante del horno microondas mirando como un cojudo a su comida rotar mientras se calentaba.

—¡Uff! —suspiró Matías volviéndose a agachar— ¡Qué bueno, no nos vio! ¡Diablos, necesito un periscopio!

Después de un rato se volvió a escuchar el portazo del microondas, luego las luces de la cocina se apagaron. Los dos amigos esperaron unos segundos antes de lanzar otro vistazo para cerciorarse de que ya no había nadie. Matías se volvió a sentar en su banco y Luis en la silla.

—Sírveme otro trago —pidió Matías con voz cansada. Luis le sirvió.

—Oye Matías, esto no puede continuar así, esto tiene que acabar. Esta obsesión te está matando, ¿ves?, por poco te pillan.

—No, no, no. Con las luces apagadas es difícil que me vean.

—Oye, prométeme que esta noche vas a terminar con esto, te vas a dar un baño y luego a dormir.

—A veces me quedo dormido aquí sentado por breves periodos de tiempo.

—¡Matías! Estoy hablando en serio.

—Es que no puedo. No sabes las fantasías que tengo con la señora Elvira. En ocasiones me imagino que ella me invita a su depa antes de que llegue su marido y nos ponemos a coger en la sala, o yo la invito aquí y hacemos lo mismo. Yo siempre he fantaseado con ella, tú lo sabes, pero después de haberla visto desnuda ya no puedo evitar pensar en eso todo el día.

Luis se tomó su trago de golpe.

—Bien Matías, hagamos una cosa, vamos a escribirle una carta a la señora Elvira…

—¿Una carta? —se sobresaltó.

—…en la carta le diremos, con mucho tino, que lo mejor es que cierre las cortinas de la ventana de su cocina, o que se ponga un camisón. Ponemos la carta en un sobre y tú lo metes por debajo de su puerta.

Matías se quedó mirando a Luis con la boca abierta.

—¡¿Estás loco compadre?! ¡¿Mandarle una carta diciéndole que cierre las cortinas?! ¡¿Estás loco?!

—De esa manera ya no tendrías ninguna oportunidad de verla desnuda otra vez y estarías en paz.

—Entiendo tu idea, pero es muy arriesgado.

Luis lo meditó un poco y luego dijo:

—Mmm… tienes razón, pensándolo bien no es un buen plan. Si le mandas esa carta ella sabrá que tú la viste y se avergonzará.

—Ese no es el problema —exclamó Matías con un gesto de indignación— a mí no me importa si ella se avergüenza.

—¿No?

—Claro que no, lo que temo es que su marido encuentre la carta. Yo no sé cómo reaccionaría él conmigo.

—¡Pero tú no tienes la culpa de nada!

Matías negó con la cabeza frenéticamente.

—Bueno —dijo Luis— hagamos esto. Tú dices que Elvira llega del trabajo antes que su marido, ¿no es así?

—Sí, ella llega a su departamento a las 6:00 de la tarde y su esposo como a las 9:00 de la noche.

—Entonces, te aconsejo el lunes llegar tarde a la oficina, te quedas aquí en tu departamento, esperas a que Elvira y el señor Rodolfo se hayan ido a trabajar, cuando eso suceda tú deslizas el sobre por debajo de su puerta. Como Elvira es la primera en regresar, será ella quien encuentre la carta. La leerá y si es inteligente la destruirá enseguida y su marido no se enterará nunca de nada. ¿Qué te parece?

Matías se quedó pensativo. Luis continuó:

—Es la única manera de que te liberes de esta obsesión. Si Elvira cierra sus cortinas o se pone una bata, ya no tendrá sentido que sigas esclavizado en esta ventana, ya no tendrá sentido tu vigilia, ¡serás libre!

Matías miraba al piso mientras se sobaba el mentón. Estaba considerando la idea. Se sentía cansado, bastante cansado, estar sentado ahí no le brindaba ningún placer. Luis tenía razón: se había convertido en esclavo de la ventana. También era cierto que su esposa regresaría de su viaje la siguiente semana. Pero, por otro lado, una parte de él deseaba ansiosamente volver a ver a Elvira desnuda caminando por su cocina. ¡Qué suerte tiene el señor Rodolfo de poder penetrarla todas las noches!

—¿Lo harás? —le preguntó Luis mirándolo a los ojos.

Matías asintió hoscamente.

—Está bien, está bien, lo haré. Pero estoy muy cansado para escribir una carta, ¿podrías hacerlo tú?

Luis dudo por unos segundos.

—Vamos hombre —repuso Matías— tú diste la idea, ahora ayúdame con esto. Prende la computadora que está en mi habitación, escribe la carta, imprímela y me la traes. Yo seguiré aquí sentado por si acaso.

Luis aceptó. Se paró de la silla y fue a la habitación, se sentó frente a la computadora y empezó a escribir. Mientras tanto su amigo seguía en el pasillo en su banco, dando furtivas miradas por la ventana mientras sorbía el whisky de su vaso.

Después de un rato reapareció Luis con una hoja de papel en la mano.

—Léemela, por favor —le dijo Matías— No. Mejor dámela, yo la leeré —tomó el papel y este rezaba:

Estimada señora Elvira:

Espero que esto no la incomode.

Sé que estamos en pleno verano y las noches son calurosas, y también es cierto que uno tiene derecho a andar por su casa tan cómodamente como le plazca, pero señora Elvira, le aconsejo amigablemente que por las noches, si tiene usted necesidad de entrar en su cocina, tenga a bien cerrar de antemano las cortinas o en todo caso usar un camisón. No es que me ofenda el cuerpo femenino, claro que no, tómelo como el consejo de un amigo.

Gracias

—Está muy bien —dijo Matías secamente—. Es educada, elegante… Está muy bien. Déjala encima del escritorio.

—Entonces —dijo Luis—, confío en que el lunes le dejarás esta carta debajo de su puerta.

—Sí, lo haré.

—Prométemelo —exigió Luis.

—Te lo prometo, hombre, pierde cuidado. Es cierto que se va a avergonzar, pero como te dije, a mí eso no me importa.

—Bueno.

—Pero por ahora sígueme acompañando en mi vigilia un rato más, a lo mejor gano algo esta noche —dijo Matías poniendo su cara de enfermo una vez más.

A la mañana siguiente, sábado, Matías despertó solo tendido en el suelo en medio de sus botellas de orina. Se había quedado profundamente dormido poco después de que Luis se fuera y ahora se sentía con resaca. Era una imagen patética. Lo primero que hizo fue incorporarse y dar un vistazo por la ventana, pero no vio a nadie. Matías aprovechó el tiempo para deshacerse de las botellas y darse una muy necesitada ducha. Luego se echó en su cama y se volvió a quedar dormido, pero esta vez estaba limpio y había comido algo. En la noche continuó su infructuosa vigilia. El domingo se apartó de la ventana por la mañana y tarde y se la pasó viendo televisión; al fin y al cabo, si Elvira dormía desnuda, no tendría por qué estarlo de día; además el señor Rodolfo estaba en casa y bien despierto. Matías ordenó una pizza por delivery y se la devoró casi por completo. En la noche volvió a hacer guardia sentado en su banco a un lado de la ventana del pasillo.

Finalmente llegó el lunes. Matías había estado —como ya era su costumbre— toda la noche dormitando junto a la ventana, y ahora se moría de sueño. Miró el reloj: eran las 9:07 de la mañana. Hace más de una hora que el señor Rodolfo y Elvira se habían ido a trabajar, ya era hora de dejar la susodicha carta.

Salió silenciosamente de su departamento, camino unos cuantos pasos y se quedó parado en medio del rellano con la carta en la mano. Frente a él estaba la puerta de Elvira, y a sus espaldas, las escaleras que daban al piso inmediatamente inferior, donde vivía doña Inés, ¡esa vieja cucufata y su grupo de oración!, lo único que hacían era chismosear y juzgar mal a todo el mundo; y pensar que justo arriba de su departamento está el de Elvira, esa bella mujer de cuerpo esbelto, nalgas redondas, ricas tetas y vagina depilada.

Matías sacudió ligeramente la cabeza, se aproximó a la puerta, se agachó, y tuvo un momento de indecisión. ¿Lo hago o no lo hago? Finalmente deslizó el sobre por debajo de la puerta.

Listo —pensó— ya no hay vuelta atrás. Que pase lo que tenga que pasar.

2

Esa misma noche Matías daba vueltas por la sala de su departamento. El hombre era un manojo de nervios. Muchas preguntas se galopaban en su mente: ¿Habría Elvira encontrado la carta? ¿Qué habrá sentido al leerla? ¿Creerá que soy un mirón pervertido? ¿Se la ha mostrado a su marido? Y de ser así, ¿qué pensará el señor Rodolfo? ¿Se enojará? ¿Vendrá a tocarme la puerta furioso? ¿Pero por qué Elvira le mostraría la carta? ¿Estaré originando una pelea entre ellos? ¿Habrá tenido Luis el suficiente tino al redactarla?

De tanto en tanto Matías se acercaba a la ventana y se asomaba por ella lo más discretamente posible. La luz de la cocina del departamento de enfrente estaba encendida, pero no había nadie en ella. Luego de mirar por unos segundos se regresaba a su sala para seguir caminando en círculos. Ya eran las 10:37 de la noche, Matías sabía que los esposos estaban en casa, así es que cada vez que se asomaba por la ventana temía encontrarse con el rostro furibundo del señor Rodolfo mirándolo directamente como diciendo ¿Tú qué tienes que estar mirando a mi mujer?

Se sirvió un trago para tranquilizarse. Se sentía arrepentido de haber entregado la carta. Maldito Luis y sus ideas. Finalmente dieron las 11:00 de la noche y Matías fue a sentarse en su banquillo de siempre. Sólo tenía que inclinarse un poco hacia adelante para mirar furtivamente la cocina de su vecina. Se mantuvo en la sombras por cerca de media hora. De pronto las luces de enfrente se apagaron y Matías observó que no habían corrido las cortinas. Inmediatamente se le ocurrió que, de alguna manera, la carta no había sido descubierta y que mañana sería el señor Rodolfo quien lo hiciese. Su miedo se incrementó ante esta idea. Se pasó la mano por la cabeza y empezó a pensar en la manera en que se disculparía con el marido por haber visto a su mujer desnuda. Pero luego recordó lo que Luis le había mencionado: que él, Matías, no tenía la culpa de nada. ¡Era cierto! Él no había hecho nada. Ni Elvira ni su marido sabían nada de sus vigilias. No tenía de qué preocuparse.

Matías se hallaba sumido en sus meditaciones cuando de repente la luz de la cocina de su vecina se volvió a encender. De inmediato se arrodilló, asomó el ojo derecho por la ventana y su corazón casi se detuvo. Elvira acababa de entrar a su cocina con su hermosa piel blanca y lisa totalmente expuesta. Caminaba con soltura e impudicia, como si andar desnuda por su casa fuera lo más natural del mundo para ella. Matías se mordió el labio inferior hasta casi hacérselo sangrar. ¡En ese preciso momento estaba sucediendo lo que él tanto había esperado! Apenas lo podía creer. Ahí estaba su joven vecina exhibiendo todas sus carnes ante sus ojos dilatados.

Elvira abrió el refrigerador estando de espaldas a Matías, se agachó sin flexionar las piernas y buscó algo en la parte de abajo dejando a la vista su culo redondo en todo su esplendor. Los ojos de Matías casi se le salían de las órbitas; se empezó a apretar el pene con las piernas fuerte y rítmicamente.

De pronto la mujer se enderezo y rápidamente se dio la vuelta hacia la ventana saludando con la mano y una sonrisa.

Matías se cayó de espaldas y se cubrió la mano con una boca.

¡¿Qué diablos fue eso?! ¿Sabe que la estoy mirando? —pensó.

Se incorporó lentamente, y muerto de nervios volvió a asomar los ojos por el borde de la ventana. Pudo ver a Elvira mirándolo directamente sonriendo y saludándolo. Matías sentía que el corazón se le salía del pecho, una mezcla de excitación y vergüenza lo invadió por completo. Elvira se puso los puños en la cintura, separó las piernas y sin dejar de sonreír ladeó la cabeza de un lado a otro. Finalmente hizo una señal con ambas manos para indicarle a Matías que se pusiera de pié, él obedeció, y casi temblando se paró frente a la ventana dejándose ver. Ahora estaban frente a frente, ventana a ventana. Elvira se pasó las manos delante del cuerpo en un gesto demostrativo, como diciéndole: no me importa que me veas así. Matías sonrió como un idiota, cosa que a ella le produjo risa. Luego algo ocurrió que hizo que la mujer dijera:

—Nada, nada, es que me acordé de algo gracioso.

A Matías lo invadió el miedo. Sin duda se trataba del señor Rodolfo que le preguntaba desde la habitación el motivo de su risa.

Elvira volvió a concentrase en Matías; puso los brazos encima de su cabeza y se dio una vuelta completa como modelando para él, luego apretó sus senos delicadamente para terminar pellizcándose los pezones; a continuación se chupó el dedo índice varias veces mirando a su espectador pícaramente; finalmente le hizo adiosito con los dedos de la mano y salió de la cocina apagando la luz.

Matías se quedó ahí parado, completamente lelo. ¿Realmente había ocurrido lo que acababa de ver? Permaneció de pie frente a la ventana por unos segundos, luego se sentó lentamente en su banquito con la boca semi abierta, se bajó la bragueta muy despacio, extrajo su miembro que ahora estaba duro como piedra y se empezó a masturbar. Se masturbó cuatro veces seguidas hasta quedar seco, recreando en su mente todo lo que había pasado y mezclándolo con sus fantasías, más intensas que nunca. Sólo podía pensar en una cosa: ella tiene que ser mía.

A la mañana siguiente Matías se despertó muy temprano. Inmediatamente recordó lo ocurrido la noche anterior. ¿Habrá sido un sueño? Por supuesto que no, no era ningún sueño, su vecina, Elvira, se había exhibido ante él apropósito. Había disfrutado mostrándole su cuerpo, ¡ese hermoso cuerpo desnudo!

Matías no pudo contenerse más y se dio otra masturbada antes de meterse al baño para alistarse e irse a trabajar.

Estando en la oficina usó su celular para mandar varios mensajes a su amigo Luis contándole todo lo ocurrido. Con cada mensaje le proporcionaba un detalle más. Luis básicamente recibía los mensajes sin responder, se sentía sorprendido, pues la carta había tenido un efecto totalmente opuesto al esperado, al final Luis solamente le devolvió una respuesta a Matías: Ten cuidado.

Terminando la tarde Matías salió de su trabajo apurado. Tenía prisa por llegar a su departamento y volverse a sentar en el banquito. Se hallaba más tranquilo, sentía que había una complicidad entre Elvira y él, a ella le gustaba exhibirse y a él le encantaba verla. Ahora que ella sabía que tenía un espectador lo más seguro es que repitiera el espectáculo más a menudo. ¡Posiblemente esta noche!

Abordó un taxi para llegar más rápido a su casa y mientras el chofer lidiaba con el tránsito, Matías se sumía en sus pensamientos sentado en la parte posterior del vehículo.

¿Y sería posible ser más que un espectador? —pensaba— ¿Sería posible llegar a cogérmela? Veamos… ella llega a su departamento a las 6:00 de la tarde… su marido a las 9:00 de la noche… Mmm… son tres horas que podríamos tener ella y yo… tres horas es más que suficiente… ¿Y en qué “depa” sería, en el mío o en el de ella?... ¡Pero un momento! ¿Y si es una calienta-huevos nada más? ¿Si sólo le gusta excitar a los hombres y eso es todo? ¡No! ¡No debo pensar así! Yo le gusto, estoy seguro que le gusto.

Luego Matías recordó que su esposa llegaría el viernes por la tarde.

¡Puta madre! ¡Mi mujer llega este viernes! Se me había olvidado por completo. Veamos… hoy es martes, eso me deja… !Tres días como mucho para tratar de cogérmela! ¡Carajo! Si tan sólo hubiera una forma de retrasar la llegada de mi mujer…

Finalmente el taxi llegó a su destino. Matías le pagó al chofer, se bajó del carro y entró en su edificio. Eran las 6:05 de la tarde y a él se le ocurrió esperar a Elvira en el vestíbulo, junto al ascensor. Era probable que todavía no hubiese llegado, pero también cabía la posibilidad que ya se encontrase en su departamento y la espera de Matías fuera en vano. De todas formas él resolvió esperar unos minutos, haciendo como que mandaba mensajes de texto desde su celular.

Después de unos quince minutos la puerta de la entrada se abrió. Matías levantó la cabeza como un resorte, pero sólo se trataba de doña Inés llegando de la calle. Una desilusión. La anciana saludó cortésmente; llevaba unos paquetes; la reunión con su grupo de oración era al día siguiente y seguro que había ido a comprar bocaditos y demás cosas para sus amigas. Matías devolvió el saludo y la miró meterse en el ascensor.

Pasado un rato Matías se había cansado de esperar. Estaba a punto de llamar al ascensor cuando finalmente la puerta del vestíbulo se abrió y Elvira apareció en el umbral. Inmediatamente sus miradas se cruzaron y a Matías se le hizo un nudo en la garganta.

—Hola Matías —dijo la mujer con una sonrisa coqueta— ¿Me estabas esperando?

—¡Sí! ¡No! Bueno… —no tenía caso mentir, era obvio que había estado aguardando por ella— Bueno…, sí Elvira, ¿te puedo llamar Elvira?

—Por supuesto —respondió la mujer con soltura.

—Sí, te estaba esperando porque… sólo quería saludarte.

La mujer notó de inmediato el nerviosismo de Matías.

—Bueno —respondió ella— pues subamos.

Ambos se metieron al elevador y casi se llegan a tocar las manos al presionar el botón número 8.

Mientras el ascensor subía Matías le dijo sin mirarla a los ojos:

—Me gustó tu espectáculo de ayer.

Elvira sólo se limitó a sonreír asintiendo. Matías quería decir algo más, pero no sabía qué. Finalmente las puertas de ascensor se abrieron en el octavo piso y ambos salieron.

—Bueno —dijo Matías— te dejo, fue un placer.

—Matías —se apresuró a decir Elvira.

—¿Sí?

—Me dijiste que te gustó mi espectáculo.

Matías sonrió como un cojudo.

—Sí, me gustó.

—¿No te gustaría algo más? —preguntó Elvira con voz sensual.

Matías empezó a temblar.

—¿Algo más? ¿A qué te refieres?

—Tú sabes a qué me refiero —respondió ella deslizando sus dedos desde su pecho hasta su vientre.

Matías pasó saliva, pero su lujuria podía más que su temor. Se acercó a ella e intentó tomarla por la cintura para besarla, pero ella lo rechazó suavemente.

—En este momento no —dijo la mujer— mañana a esta misma hora te espero en mi departamento.

—¿Por qué ahorita no? —preguntó Matías impaciente.

—Yo sé lo que te digo, mañana a esta misma hora tocas mi puerta.

Matías no hizo más preguntas, sólo se limitó a contestar:

—Mañana te toco la puerta sin falta.

Al día siguiente Matías estaba en su oficina, pero no podía trabajar; no se podía quitar de la cabeza la oferta de Elvira. ¿Habrá estado hablando de sexo? —pensaba— Pero por supuesto que ha estado hablando de sexo, ¿qué otra cosa puede ser? La mujer es una zorra cachonda. Pero si nos encontramos a eso de las 6:30 de la tarde… tendremos unas dos horas y media antes que llegue su marido… uhm... tiempo más que suficiente para ponerle los cuernos. Pero, ¿qué pasa si se entera?... ¿vale la pena el riesgo?... Sí, sí lo vale.

Así se la pasó cavilando por horas sin poderse concentrar en el trabajo.

A la hora de salida salió disparado de la oficina hacia su casa. Esa mañana se había bañado, perfumando y acicalado más de lo usual, estaba listo para el encuentro, finalmente su fantasía se haría realidad.

Llegó a su departamento unos minutos después de las 6:00. Primero entró al baño, orinó, se peinó y puso una cajita de preservativos en su bolsillo. Inmediatamente salió al rellano y tocó la puerta del Elvira. Matías estaba totalmente agitado, había una sensación de irrealidad en toda esa situación, se sentía como si estuviera en un sueño. Volvió a tocar la puerta. Elvira se estaba demorando en abrir, existía la posibilidad que todavía no hubiese llegado, o peor aún, ¡que el señor Rodolfo le abriera la puerta! Sacudió la cabeza y volvió a tocar. Esta vez la puerta se abrió de par en par. A Matías se le agitó el corazón aún más al ver a Elvira. Estaba usando una lencería negra muy sensual y sobre ella traía una bata abierta aterciopelada muy brillante.

La mujer alzó un brazo por encima de su cabeza apoyándolo en la puerta y con el dedo índice de la otra mano le hizo un gesto de “ven acá”.

Matías se acercó y la besó en la boca. Fue un beso que empezó tímido y pronto se convirtió en apasionado. Matías sentía como su lengua luchaba contra la de ella y su pene sufrió una inmediata erección. Cerraron la puerta y ella lo llevó casi corriendo a la habitación, ahí se quitó apresuradamente la poca ropa que traía puesta y estando desnuda se volvió a acercar a él para besarlo. Matías recorrió su piel con las manos sin separar la boca de la de ella. Finalmente Elvira se tiró sobre la cama mientras Matías prácticamente se arrancaba la ropa. Ella se quedó mirando la puerta del ropero que no estaba totalmente cerrada. Cuando Matías se hubo quitado la última prenda se lanzó desnudo sobre ella y ambos se enredaron en un torbellino de caricias, manoseos y besos apasionados. Matías le besaba el cuello mientras le agarraba los senos y ella envolvía su pene con una de sus manos y lo jalaba frenéticamente haciéndole sentir dolor, pero a él no le importaba, seguía besándola y acariciándola hasta que ella abrió instintivamente las piernas, Matías ni se acordó de los condones que había llevado, con un solo movimiento de la pelvis la penetró haciéndola gemir sonoramente, y empezó en bamboleo, con él encima de ella moviéndose rítmicamente y gimiendo ambos sin ninguna discreción. Así estuvieron por algunos segundos; ella le apretaba la piel de la espalda y él aceleraba el movimiento de vaivén. Estaban a punto de llegar al orgasmo cuando de pronto la puerta del closet se abrió con violencia y de su interior salió el señor Rodolfo agitado y maldiciendo:

—¡Ay! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Matías se paró de un brinco mientras el señor Rodolfo se movía dándose vueltas como tratándose de quitarse algo de la espalda y seguía maldiciendo mientras lo hacía.

—¡Qué pasa, qué pasa! —gritó Elvira.

—¡Te lo dije, mujer, te lo dije! —respondía su marido.

Matías, aterrorizado, únicamente atinó a salir corriendo de la habitación olvidando que se hallaba completamente desnudo.

—¡Matías, no! —gritó Elvira.

—¡Quítamela, quítamela de encima! —gritaba el señor Rodolfo.

—¡Que te quite qué cosa! —preguntó su esposa.

—¡Una araña! ¡Una araña! ¡Una araña grande!

—¿Una araña?

—¡Sí, estaba en el closet! ¡Te advertí que lo limpiaras bien! ¡Ahí está, ya cayó al suelo!

Efectivamente sobre el suelo caminaba una pequeña arañita negra.

—¡Písala! ¡Písala! —gritaba el señor mientras retrocedía.

—¡Estoy descalza! Písala tú.

El señor Rodolfo dio un par de pasos hacia adelante y aplastó a la araña como si fuera su peor enemigo.

—¡Mira lo que has hecho! —le increpó su esposa—. ¡Ya lo asustaste!

El señor miró a todos lados buscando a Matías.

—¿Dónde está el vecino?

—Lo asustaste. Se ha ido corriendo. Anda alcánzalo y explícale todo.

—Sí, sí, ya voy.

—Todo esto por una miserable arañita, no lo puedo creer —exclamó Elvira llevándose la mano a la frente.

—¡Tú sabes bien que soy aracnofóbico! —replicó su esposo.

—Aracnofóbico y voyerista, lo sé, pero ahora ve detrás de Matías y tráelo de vuelta antes que haga un escándalo en el edificio.

El señor Rodolfo fue corriendo de la habitación hacia la sala y halló la puerta abierta de par en par, salió apresurado al rellano y ahí encontró a Matías desesperado tratando de abrir la puerta de su departamento a trompicones mientras decía malas palabras.

—¡Matías, ven acá, ven acá! —le ordenó.

Matías volvió la mirada y vio al marido de Elvira acercándose con las manos extendidas. Lanzando un grito abandonó su vana tarea y salió disparado escaleras abajo. El señor Rodolfo fue tras él.

En el piso de abajo, doña Inés y su grupo de oración habían escuchado el barullo y la viejita, curiosa, caminó hacia su puerta y la abrió un poco para oír mejor, pero enseguida fue expulsada hacia atrás por un desnudo Matías que irrumpió corriendo en su departamento con el señor Rodolfo pisándole los talones.

—Disculpe —le dijo el señor Rodolfo a la vieja que yacía tirada en el suelo.

En el centro de la sala había un gran mueble con las horrorizadas amigas de doña Inés sentadas en él. Matías y el señor Rodolfo empezaron a correr alrededor de dicho sofá.

—¡Matías detente! ¡No te haré daño! —le gritaba el señor.

Finalmente el señor Rodolfo se detuvo en uno de los extremos del mueble y Matías hizo lo mismo en el otro.

—¡Matías cálmate! ¡No te haré daño!

Pero Matías seguía agitado y la punta de su pene se bamboleaba a centímetros de la cara de una de las estupefactas amigas de oración de la señora Inés.

—¡Matías, no te haré daño! —le repitió el señor Rodolfo— Elvira y yo somos swingers, ¡swingers!, hacemos intercambio de parejas…y a mí me gusta mirar.

Matías se calmó un poco.

—¿Le gusta mirar cómo se cogen a su mujer?

—Exacto, pero es más emocionante cuando lo hago a escondidas.

Matías se llevó las dos manos a la cara.

3

Ese fin de semana regresó la esposa de Matías y la rutina diaria se restableció, pero a la mujer le llamó la atención que cada domingo su marido acompañara a doña Inés a misa. Matías la convenció de que lo suyo era un gesto de devoción y amabilidad, lo que nunca le dijo fue que aquellas idas a las misas dominicales era lo que la señora Inés había pedido a cambio de su silencio y complicidad.

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