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El Confesionario del Padre Carlo

1

El padre Carlo Hernández Falconi era un hombre de hábitos. Cada tarde a eso de las cinco y treinta, antes de la última misa, salía de la Parroquia de La Divina Merced ubicada en Miraflores y se tomaba un café con pastel de manzana en la cafetería Torrentina, localizada a unas pocas cuadras de la iglesia.

Su visita ya era conocida por los mozos de la cafetería. Cada tarde cuando lo veían ingresar por la puerta con su reluciente sotana lo saludaban con el clásico ¿Lo de siempre padre?

Lo de siempre hijo —respondía gentilmente el hombre de fe.

El padre Hernández, o padre Carlo, como lo conocían, nunca se sentaba en una mesa. Por alguna razón prefería sentarse en la barra, cerca de la vitrina rotatoria de postres. Ahí le servían una taza de café cargado, como le gustaba, junto con un pastel de manzana, el cual comía con la paciencia de un santo mientras leía su periódico.

Cuando terminaba de comer se quedaba por un rato leyendo, a través de sus gruesas gafas y con el ceño fruncido, la sección policial del diario. A los cincuenta y siete años, sus ojos ya no eran los de antes, y el padre Carlo necesitaba usar un par de grandes gafas cuadradas que más que gafas parecían dos lupas sobre sus ojos. Pero seguramente por su edad o profesión aquellas gafas le quedaban bien. Hacían que su rostro rubicundo luzca más conservador.

De vez en cuando y sin dejar de fruncir el ceño levantaba la vista del diario, cual submarino eleva su periscopio, para ver a las elegantes señoras de sociedad sentadas en las mesas aledañas, chismoseando, riendo y parloteando a sus anchas. Luego volvía a bajar el periscopio y una vez más se concentraba en los sórdidos casos de las páginas policiales.

Después de un rato, el padre Carlo miraba su robusto y lujoso reloj de pulsera, pedía la cuenta, la cancelaba y se iba diligentemente de regreso a la parroquia a dar la última misa. Pero antes de la ceremonia, siempre y sin falta, se metía en el confesionario para escuchar y perdonar los pecados de los feligreses. Nunca les había fallado en ese aspecto.

Al día siguiente, fiel a su rutina, el padre Carlo dejó la parroquia a las cinco y treinta de la tarde, prendió un cigarrillo y caminó sin prisa hacia su cafetería habitual.

Como lo hacía siempre, pidió un café cargado bien caliente y pastel de manzana. Sacó el periódico y se puso a leer la sección policial. Mientras el padre leía una noticia sobre un crimen, partió un pedacito de pastel con el tenedor. Se lo estaba llevando a la boca cuando sus ojos leyeron la oración …los amantes fueron encontrados desnudos en la cama por… Dicha oración hizo que el padre se detuviera en seco, volviera a colocar el tenedor con el trocito de pastel en el plato y cogiera el diario con ambas manos para poder leer más detenidamente la noticia. Mientras leía, su pierna derecha se movía ligeramente de arriba hacia abajo como cuando uno está ansioso o nervioso. Después de un momento se calmó, se volvió a relajar, le dio otro sorbo a su taza de café y pasó la hoja del diario, no sin antes lanzar una furtiva mirada a las señoras elegantes que nunca faltaban en las mesas cercanas. Las veía chismoseando, cotorreando y riendo. Algunas de ellas sostenían grandes copas de vino entre sus dedos. Parecían estarse divirtiendo, como si no tuvieran la culpa de nada, como si estuvieran libres de pecado.

¿A cuántas de estas confesaré hoy? —se dijo para sus adentros.

Tal vez por estar mirando a las señoras pasar un buen rato, el padre Carlo no notó que era la segunda vez que él también era observado.

Efectivamente. Sentado en una mesa junto a la ventana, se hallaba un hombre de unos veintiocho años, delgado, de tez clara y pelo negro, que había tenido el ojo puesto en el cura todo el tiempo. El desconocido entró a la cafetería unos minutos después que el padre, cuando este se hallaba inmerso en su periódico, por lo que pasó desapercibido para él; ordenó un café con una empanada de carne y fingió estar leyendo una revista, pero en realidad se dedicó a observar furtivamente al padre. Lo estuvo escudriñado de pies a cabeza, poniendo especial atención en el ostentoso reloj de pulsera que traía en la muñeca izquierda. Se había sentado a propósito en una mesa desde la cual tenía el ángulo perfecto para observar al sacerdote sin que este lo notara, a pesar del par de binoculares que tenía por anteojos.

El hombre sostenía su taza de café con una mano y la revista con la otra, pero enseguida le lanzaba un vistazo al distraído hombre de fe. Así lo hizo la primera vez y así lo hacía esa misma tarde.

Luego, como de costumbre, el padre pidió la cuenta, pagó y se fue caminando con paso lento y su cigarro en mano. El extraño que lo vigilaba lo siguió con la vista hasta que se perdió en una esquina.

El padre Carlo llegó a su querida parroquia de La Divina Merced y sin perder el tiempo se metió en el confesionario de siempre y esperó con cierta ansiedad.

Casi de inmediato alguien entró y se sentó del lado del penitente.

El confesionario era un armatoste de madera completamente cerrado, tanto para el sacerdote como para el penitente, dando así una completa privacidad a los dos. Como en todos ellos, había una ventanita con una rejilla de madera que conectaba al cura con el pecador, pero a pesar de ella el padre Carlo pudo notar que quien acaba de entrar era una mujer joven. Mucho más joven y bonita que aquellas señoras que él veía en la cafetería. Le calculó unos veintisiete años.

—Ave María purísima —dijo el cura.

—Sin pecado concebida.

El padre puso el codo sobre la base de la ventanita enrejada y apoyó el lado izquierdo de su rostro sobre la mano. Lo único que podía ver la mujer a través de la rejilla de madera era la mano del sacerdote tapándose parte de la cara en un gesto pensativo, y por supuesto también, su grande y lujoso reloj de pulsera.

—Dime tus pecados, hija —dijo el padre, al mismo tiempo que se acomodaba el reloj en la muñeca.

—Bueno padre… es que me da vergüenza.

—Todos los pecados son vergonzosos hija. Sólo dilo.

—Bueno, es que… bueno yo… —la mujer hizo una breve pausa como quien reúne coraje— yo… engaño a mi esposo con un compañero de trabajo, padre.

El padre Carlo se estremeció imperceptiblemente.

—Mmm…, ya veo hija —replicó con voz apacible—. Pero dime, ¿cómo exactamente pasó eso?

—¿Cómo pasó? ¿A qué se refiere, padre? —preguntó la mujer un tanto extrañada.

—Sí. Mejor dicho, ¿en qué circunstancias ocurrió el hecho?

La mujer se sintió ruborizada.

—¿En qué circunstancias? No entiendo, padre, ¿no basta con que le diga el pecado?

—Hija, el pecado de adulterio es uno de los más graves. Pero como todo en la vida, las circunstancias juegan un rol importante en la ocurrencia de los hechos. Hasta enun homicidio las circunstancias son relevantes. Por eso quiero que me digas cómo ocurrió tu infidelidad, al menos cómo es que fue la primera vez.

La mujer se quedó pensativa mientras miraba al piso. Luego dijo:

—Fue en la oficina, padre.

—¿En la misma oficina? —preguntó el sacerdote sintiendo que se le aceleraba el pulso.

La mujer guardó silencio esperando que dicha información fuera suficiente, pero el padre tampoco decía nada, por lo que ella continuó:

—Jorge Luis y yo…

—¿Ese es el nombre de tu amante? ¿Jorge Luis?

—Sssí… padre. Bueno, él y yo nos habíamos estado mirando durante días, usted sabe… coqueteando, conversando y saliendo a comer juntos a la hora del almuerzo. Había algo en él… un no sé qué que me atraía bastante. En realidad la atracción era mutua, era como si los dos estuviésemos a punto de estallar de deseo, pero nunca se había dado la ocasión. Hasta un sábado que tuvimos que quedarnos un poco tarde en el trabajo.

La mujer hizo una pausa y resopló.

—Continúa —la exhortó el padre.

—Bueno, ese sábado fueron algunas personas a trabajar, entre ellas Jorge Luis y yo. Toda la mañana trabajamos normalmente, intercambiando miradas de vez en cuando. La verdad era que no teníamos nada planeado. Se lo juro, padre. Uno a uno, los pocos empleados que habían ido se fueron despidiendo y marchándose, hasta que sólo quedamos Jorge Luis y yo. Después de unos minutos él se acercó a mi escritorio y se quedó mirando la pantalla de mi computadora como si evaluara algo, pero yo sabía que en realidad lo que él quería era estar cerca de mí.

—¿Y cómo te hizo sentir eso, hija? —preguntó el sacerdote.

—Bueno, padre, ¿qué le puedo decir? Me sentía como una quinceañera, sentía mariposas en mi estómago, me sentía muy nerviosa… y ansiosa, pero al mismo tiempo asustada. Había una química poderosa entre él y yo, ambos la sentíamos, pero hasta ese momento no había pasado nada.

—Ya veo —replicó calmadamente el padre— y ¿él qué hizo?

—Dejó de ver mi pantalla y se me quedó mirando. Yo también lo miraba a él. Nos estuvimos mirando por unos segundos. Él sabía que yo quería que me bese, por lo que apenas acercó su rostro al mío yo hice lo mismo y nos terminamos besando apasionadamente.

El padre Carlo empezó a mover ansiosamente la pierna derecha de arriba a abajo. Se pasó la lengua por los labios y preguntó en un tono afirmante, como quien pregunta algo que ya se sabe, sólo para corroborar:

—¿Solamente se besaron?

La mujer guardó silencio por un momento, como dudando si continuar con la historia, pero luego prosiguió:

—No padre, tuvimos sexo ahí mismo.

—¡¿Tuvieron relaciones sexuales en la oficina?! —esta vez el padre Carlo no pudo disimular el entusiasmo en su tono.

Pero la mujer, si bien ya empezaba a sentirse incómoda, confiaba que quien le hacía las preguntas era un sacerdote. Un profesional de Dios. Es decir, los bomberos, policías, médicos y sacerdotes están, de algún modo, metidos en el mismo costal. Existen para ayudar a la gente. Son especialistas. Además ya prácticamente le había soltado todo al cura, ¿qué sentido tenía detenerse en aquel momento? Ella prosiguió más resuelta y decidida:

—Sí padre. El beso fue tan apasionado que una cosa llevó a la otra. Aprovechamos que nos habíamos quedado solos y pues… tuvimos sexo ahí mismo, en la oficina.

La mujer se calló la boca esperando oír un severo reproche de aquel sacerdote con pinta ultra conservadora. Es más, por un momento pensó que confesar su pecado había sido un error. En este momento me va a condenar al infierno —pensó la joven mujer.

Pero el padre Carlo no la reprochó, ni la criticó, ni la condenó al infierno. Todo lo contrario, le pidió más detalles.

—Hija —dijo con tono gentil— te voy a hacer una pregunta que sé que te puede hacer sentir incomoda, pero como te he mencionado antes, decir el pecado a secas no basta.

—Está bien padre, hágame la pregunta.

—Bien. Dime hija, ¿tú misma te despojaste de tus ropas o él lo hizo por ti?

Para la mujer eso ya fue suficiente.

—¡Óigame padre! ¿Qué le pasa a usted? Usted me está haciendo preguntas que ya parecen muy morbosas, ¿es esto normal? No me parece apropiado…

—Hija, hija, hija… —se apresuró a responder el sacerdote— Te pido hondamente que me disculpes, pero yo sabía que esa pregunta te iba a incomodar.

—Entonces, ¿por qué me la hace?

—Te hago esa pregunta porque incluso en los pecados más graves existen grados. Tú pudiste haberte dejado llevar por un deseo de pasión y dejar que él te quitase la ropa, con lo cual tu participación en este hecho se vuelve más pasiva, y por ende la culpa sería menor. Dios es comprensivo. ¿Entiendes lo que te digo?

La mujer bajó la cabeza y se presionó los ojos con los dedos de una mano, tan fuertemente que se causó dolor. Después de unos segundos alzó la mirada, dio un suspiro y dijo:

—Sí, padre. Supongo… que entiendo lo que me dice. Usted trata de comprenderme.

—No debería decir esto, pero tal vez otro sacerdote ya te habría juzgado como una pecadora. Yo en cambio trato de entender los grados y matices que hay en cada pecado, pero para hacer esto, desafortunadamente, tengo que saber los detalles. Por desgracia muchos pueden confundir esto con un simple deseo morboso de mi parte.

La mujer dio otro suspiro y miro instintivamente hacia atrás, como cerciorándose de que nadie más la estuviera oyendo.

—Está bien, padre. Lo entiendo. Bien. Respondiendo a su pregunta: Supongo que Jorge Luis y yo consideramos que no era prudente desvestirnos completamente dado que estábamos en la oficina, pero mientras nos besábamos él me iba desabotonando la blusa y yo hacía lo mismo con su pantalón. Cuando sentí que su pantalón había caído al suelo, me arrodillé frente a él, le bajé los calzoncillos de un tirón y… y… ¡Oh por Dios! ¡Le hice sexo oral!

La mujer se cubrió la cara con ambas manos y empezó a llorar, mientras que el padre Carlo apretaba fuertemente las piernas debajo de la sotana. Sentía una intensa corriente de placer que le hizo cerrar los ojos y sonreír ligeramente, al mismo tiempo que se mordía el labio inferior.

El padre respiró profundo y volvió a relajarse. La mujer seguía llorando de vergüenza. En su mente, se veía a sí misma arrodillada frente a un hombre con los pantalones abajo y succionando una y otra vez su órgano viril como si se tratase del objeto más dulce y sabroso de la Tierra.

—Cálmate hija, cálmate, no llores…

Pero la joven ya había cruzado la barrera del pudor, y cual roca que empieza a rodar por una ladera, ya no podía detenerse. En medio de llantos lo soltó todo. Todo:

—Y luego yo me quité la falda y la ropa interior al mismo tiempo, él me terminó de desabotonar la blusa, me bajó el sostén y empezó a chupar mis senos como un niño hambriento. A mí me dolía, pero al mismo tiempo quería que siguiese haciéndolo. Realmente me gustaba, lo estaba disfrutando. Luego él arrojó al suelo el teclado de la computadora para hacer espacio sobre el escritorio, me levantó con ambos brazos y me colocó encima de este, me abrió las piernas y empezó a hacer lo suyo. Yo estaba reclinada hacia atrás mientras él lo introducía y lo retiraba, más y más fuerte cada vez. Yo me agitaba como un pez. Los objetos que estaban sobre el escritorio salían volando por todos lados como barridos con una escoba; yo era la escoba, padre, así me sentía. El monitor de la computadora detrás mío me estorbaba, así es que lo empujé con violencia sin importar que se rompiera. Ahora podía echarme y arquear mi cuerpo hacia arriba y bajar mi pelvis para… usted sabe… lograr una penetración más profunda. Así continuamos por un buen rato, agitándonos sobre el escritorio como un par de animales. Por más que traté de aguantarme no pude evitar lanzar un fuerte gemido de placer cuando llegué al orgasmo. Fue como meterme en una tina caliente.

El confesionario echaba humo. El padre Carlo estaba en su gloria. El llanto de la mujer se había ido extinguiendo a medida que hablaba, y el tono de su voz había pasado de ser arrepentido a uno apasionado. El sacerdote seguía con el codo apoyado sobre la base de la ventanita enrejada, no había abandonado esa postura en ningún momento, pero el resto de su cuerpo se estremecía. Apretaba compulsivamente las piernas debajo de la sotana mientras los músculos de su cuello se tensaban como cables de acero. La atención con que escuchaba el relato de la mujer era tal, que si en ese momento el mismo Jesucristo le hubiese hablado, el padre lo hubiera hecho callar con un ¡SHHH!

—Finalmente cuando Jorge Luis terminó —prosiguió ella— lanzó un grito hondo y se retiró rápidamente para no eyacular dentro de mí. Cuando yo traté de bajarme del escritorio estaba tan fatigada que me caí sentada al suelo, y ahí me quedé tirada, media desnuda y totalmente satisfecha. Con la caída me golpeé el trasero y mis piernas quedaron entreabiertas, pero no quería cerrarlas, necesitaba ventilación, necesitaba enfriar esa parte de mi cuerpo. Luego él y yo nos acomodamos. Levantamos las cosas del suelo e inventamos una excusa para el monitor roto. Eso fue lo que pasó, padre, con todo detalle.

La mujer se quedó callada y esperó. Por unos segundos no hubo respuesta del otro lado del confesionario. Los nervios se volvieron a apoderar de la mujer. Preguntó tímidamente:

—Hija —finalmente respondió— ¡Tremendo pecado el que te has mandado!

La joven mujer sintió que todo el pudor y la vergüenza le regresaron de un solo golpe. Se cubrió la boca con ambas manos y abrió los ojos de par en par. No podía creer todo lo que le había contado al padre.

—¡Ay padre! Perdóneme, no sé qué me pasó, es que no le he contado nada de esto a nadie… bueno, sólo a mi mejor amiga, pero ni siquiera a ella se lo he narrado con tantos detalles. ¡Ay padre! Qué pensará usted de mí…

—Hija, calma, calma. Fui yo quien te pedí los detalles, ¿lo recuerdas? Tú solamente hiciste lo que yo te pedí, así es que tranquila.

—Gracias, padre, se lo agradezco —dijo la mujer con notable alivio en su voz—. Usted es el mejor sacerdote con el que me he encontrado.

—Gracias hija. Pero no olvides que lo que tú cometiste fue un pecado.

—Claro, cierto. No lo había olvidado, padre, pero usted puede perdonarme, ¿no es cierto, padre? Usted puede perdonarme —preguntó ansiosa.

—Depende hija. ¿Tú te arrepientes de lo que has hecho?

—Sí padre, me arrepiento. Le juro que me arrepiento.

¡¿Pero, cómo es que te puedes arrepentir de eso?! —pensó el cura para sus adentros.

—Ciertamente sí, hija, lo puedo hacer. Te puedo perdonar. Pero tienes que prometerme una cosa.

—Entiendo claramente padre. Prometo no volverlo a hacer jamás.

—¡NO! ¡Eso no!

El padre Carlo apretó los ojos y los labios en una mueca, como diciendo Ya la cagué

—¿Qué? —preguntó la desconcertada mujer— ¿Acaso quiere que lo vuelva hacer?

—Eh… no. No, hija. Claro que no debes hacerlo otra vez. El matrimonio es un sacramento sagrado. No debes violar su principio más básico.

—Pero, entonces…

—A lo que yo me refería es… —hizo una pausa para escoger bien sus palabras— a lo que yo me refería es que de nada sirve prometer. No quiero que me prometas nada. Muchas personas prometen el oro y el moro cuando están en una situación tranquila y relajada o peor aún, cuando están en público. Prometen y prometen. Se llenan la boca con palabras bonitas, juran ante Dios, la virgen y todos los santos, pero a la hora de actuar cada uno hace lo que más le conviene. Eh… no estoy diciendo que tú seas una hipócrita, hija, sólo te pido que… —una vez más hizo una pausa— sólo te pido que luches.

—¿Que luche?

—Sí, lucha. No me prometas que no vas a volver a calentar la oficina.

—¡Padre!

—Perdón hija. Pero, creo que después de esta confesión ya tenemos un poco más de confianza ¿no? —dijo el sacerdote mirando de reojo a la mujer.

—¡Oh! Bueno, supongo —rio nerviosamente ella.

—Sólo te estoy pidiendo que trates de luchar contra la tentación. Sólo trata de luchar. Eso es más realista que pedir que me prometas algo que posiblemente no vayas a cumplir, pues la carne es débil. Sólo lucha contra la tentación.

La mujer respiró hondo y exhaló.

—Muy bien, padre. Haré lo que usted me dice.

—Bien, tu penitencia será rezar tres Aves María, dos Padres Nuestros y por supuesto, cuatro veces el Yo Pecador.

—¿El Yo Pecador?

—Pues sí, me parece adecuado.

—Sí… bueno, padre, lo que pasa es que del Ave María y del Padre Nuestro sí me acuerdo, pero no me acuerdo cómo se reza el Yo Pecador.

—Búscalo en Internet, pero no hagas que la computadora lo rece por ti, eso no vale.

—¡Oh! Claro —dijo la joven soltando una leve risita.

—Y una cosa más, hija.

—Dígame, Padre.

—Sí vuelves a caer en tal tentación, no dudes en venir a confesarte CONMIGO.

—Lo haré, padre. Gracias.

—Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen. —dijo el cura haciendo la señal de la cruz— Ve con Dios, hija.

La mujer salió del confesionario y el padre Carlo se pasó la mano por la frente para secarse las gotitas de sudor que le habían aparecido. Estiró los dos brazos hacia delante y sacudió las manos mientras exhalaba soplando.

De pronto, otra persona entró en el confesionario. Esta vez era un señor medio calvo de unos cuarenta y siete años, usaba anteojos, bigote y tenía una cara que inspiraba aburrimiento.

La otra cara de la luna —pensó el padre Carlo al verlo a través de la rejilla de madera.

—Ave María purísima —dijo aguantándose un bostezo.

—Sin pecado concebida.

El sacerdote se colocó en su postura habitual: con el codo izquierdo apoyado sobre la base de la ventanita enrejada que conecta al cura con el penitente, y el mismo lado de su rostro descansando sobre la mano.

—Dime tus pecados, hijo mío.

—Bueno, padre —empezó el hombre— verá, yo tengo un socio. Los dos tenemos una empresa de venta de ropa y nos ha estado yendo muy bien a pesar de toda la competencia.

—Entiendo.

—Bueno padre, la cosa es que… le he estado robando a mi socio, que también es mi amigo. Yo… soy contador de profesión.

Se nota —pensó el cura.

—Y bueno —prosiguió el contador— he estado alterando los balances generales, las facturas, las boletas, los documentos… usted sabe, para hacerle creer a mi amigo que estamos ganando menos dinero. Se supone que a él le toca el cincuenta y cinco por ciento, y le he estado dando esa cantidad, pero de un monto falso. En realidad… ganamos más.

—Entiendo hijo, y tú te estás quedando con la diferencia.

—Eh… pues sí, padre.

—Muy mal hijo, muy mal.

—Lo sé, padre —dijo el contador pasándose la mano por la frente y sacudiendo la cabeza— pero es que mi socio no sabe nada de nada. En realidad ¡es un imbécil! Disculpe el lenguaje, padre, pero es cierto. Si usted lo conociera pensaría lo mismo. ¡Es un… papanatas! Él solamente heredó una plata de su madre cuando esta murió y con esa plata abrimos la empresa, y sólo por eso lo hice mi socio. Él no tiene hijos, no tiene familia qué mantener, se la pasa de juerga en juerga, de mujer en mujer… y eso es pecado ¿no es así padre?

El padre Carlo no respondió, por lo que el hombre continuó.

—Mi socio siempre lo ha tenido todo fácil. Creo que habrá trabajado sólo seis meses en toda su vida, pero su madre le dejó una buena suma. Y ahora se gasta su parte de las ganancias en juergas, tragos y mujeres… ¡Si viera usted, padre, cómo le llueven las mujeres a este desgraciado!

El padre Carlo empezó a sentir un leve interés. El hombre prosiguió:

—¡No sé cómo hace ese jijuna para levantarse a esas chiquillas!

Si viera usted las orgías que hace en su departamento con ellas… Y él es sólo dieciséis años menor que yo, nada más. Tiene cosas buenas: carrazo, televisor de cincuenta pulgadas, mujeres, buena ropa, ¡TODO! En cambio yo, padre, tengo una esposa que parece un barril y cuatro hijos jodidos que mantener. También tengo que mantener a dos hijos más de un matrimonio anterior, y a otro más por ahí que… bueno… mi esposa no sabe, pero son cosas que pasan, ¿no? ¡En cambio mi amigo…!

—¡Óyeme hijo! —lo cortó de tajo el padre— ¿Tú has venido a confesar tus pecados o a quejarte de tu amigo?

El hombre se calló la boca sorprendido, meditó un par de segundos y prosiguió:

—Disculpe padre, tiene razón ¡pero, es que no es justo! ¡no es justo! Él tiene una vida pecaminosa: chicas, night clubs, fiestas, borracheras, siempre se sale con la suya… Pero eso sí, en los negocios él confía ciegamente en mí, es por eso que un día alteré el balance general, pero antes falsifiqué unas facturitas para que pareciera que…

Y así, el hombre comenzó a describir torpemente todos los artilugios contables que usaba para estafar a su amigo. Le habló al padre de balances, cheques, facturas, boletas, libro mayor, gastos inflados, gastos inventados, etc.

El padre Carlo sentía que los parpados se le cerraban. Afortunadamente, por la postura en que se encontraba, su mano tapaba parcialmente su cara y de esa manera el penitente no se percataba que el sacerdote ya estaba durmiendo.

El corrupto contador seguía describiendo sus malos manejos con los que le robaba a su amigo. Su voz se emocionaba cuando contaba haber falsificado un fajo de facturas, o haberse girado cheques a sí mismo con nombres falsos, y cuando lo hacía tartamudeaba un poco. Se encontraba detallando cómo hacía para evadir los impuestos, cuando de repente, un sonoro y seco ronquido puso un abrupto final a toda su perorata.

El hombre se calló instantáneamente al escuchar el ruidoso ronquido que salió expulsado por la boca del padre, como una cachetada dirigida directamente a su rostro. Y para colmo, las paredes del confesionario no hicieron más que intensificar el sonido.

Pero el padre Carlo, apenas soltó el ronquido, empezó a toser como un perro con tuberculosis. Tosía apropósito. Se puso la mano en el pecho y tosió tan fuertemente como pudo. Lo hacía como si fuese a salírsele la garganta, al mismo tiempo que se daba golpes en el pecho con el puño y movía la cabeza de atrás hacia a delante como si se le acabara de atorar algo. Los feligreses sentados en las bancas de la iglesia voltearon inmediatamente sus cabezas hacia el confesionario por el ataque de tos del padre, e incluso se empezaron a inquietar un poco.

El hombre estaba estupefacto ante tal espectáculo. No sabía qué hacer. No atinaba a decidir si quedarse donde estaba o ir por ayuda.

Finalmente la tos del padre terminó tan repentinamente como comenzó. Hizo un gesto con la mano como diciendo Tranquilo, ya pasó

—Discúlpame hijo. ¡COF! ¡COF! Lo que pasa es que estoy mal de los bronquios. Tanto cigarro ya me está costando. Disculpa.

El hombre se tranquilizó.

—Oiga padre, debe hacerse ver esa tos. Por un momento me asustó, pensé que usted se moría.

—No, no, hijo. No te preocupes. A veces me dan estos ataques de tos, pero ya me hice ver por un médico. No te preocupes.

¡Uf! Se la creyó —pensó el padre.

—Continúa hijo, te escucho.

—Bueno padre, como le decía…

—Hijo —lo interrumpió— tu pecado se trata del fraude que estás cometiendo con tu socio amigo, ¿no es así?

—Este… sí padre.

—Bueno. Hagamos esto. Lo que tú estás haciendo está muy mal. Has traicionado la confianza de tu amigo. Te has casado y te has divorciado, lo cual atenta contra el principio de que el matrimonio es para siempre…

—Sí padre, pero es que…

—Déjame terminar.

—Disculpe padre.

—Tienes un hijo fuera del matrimonio, con lo cual has cometido adulterio. Estos pecados son muy graves, hijo, pero los puedo perdonar. Dime, ¿te arrepientes de lo que has hecho?

—¡¿Arrepentirme?! —exclamó el contador indignado— ¡Ese jijuna de mi socio MERECE que le roben! Además, yo no tengo la culpa de que sea un cojudo… eh…, disculpe padre.

—Hijo, si no te arrepientes, no tiene sentido que estés aquí.

El hombre hizo una pausa.

—Ay padre, perdone usted…. Caramba… tiene toda la razón. Sí, sí me arrepiento.

—En ese caso, quedarás perdonado.

—Gracias padre, es lo que necesitaba escuchar.

—Pero, tu penitencia será —dijo el sacerdote en tono firme y mandatorio— traerme a tu amigo aquí. Quiero conocerlo y oír sus pecados de su propia boca.

Cualquier alivio que el contador corrupto hubiese estado sintiendo se desvaneció rápidamente, convirtiéndose en amarga incredulidad.

—¡¿Qué?! ¿Padre, usted me está bromeando? Yo pensé que la penitencia iba a ser rezarme un Ave María o un Padre Nuestro.

—No, hijo, no es ninguna broma. Tu amigo está llevando una vida de lujuria y excesos. Necesito que él mismo me cuente sus pecados para así poder perdonarlo.

—¡Pero padre! —el hombre se pasó la mano por la cara en gesto de desesperación— Eso que usted me pide es imposible. Ese jijuna no cree en nada.

—Con mayor razón necesita que lo enderece por el buen camino.

—Pero, ¿cómo le hago para traérselo? Mi amigo no ha pisado una iglesia desde hace años.

—No lo sé. Invéntale algo. Háblale del demonio. Háblale del infierno. Eso siempre funciona.

—¡Padre! —tartamudeó el hombre casi escandalizado— ¿Me está pidiendo que le mienta a mi amigo para traerlo aquí?

—Pero hijo, si le has estado robando en su cara, ¿qué te cuesta mentirle?

—¡Oiga padre!

—Perdón hijo, perdón. No quise sonar grosero. Lo que pasa es que el infierno no es ninguna mentira. El diablo existe. Es real. Y tu amigo, ahora no se da cuenta ni le interesa, pero la vida que está llevando lo conducirá derecho al infierno. Supongo que no quieres eso.

El hombre no respondió.

—Supongo que no quieres eso —repitió el padre Carlo.

—No… claro que no —respondió el hombre en un tono nada convincente.

—Entonces, al menos trata. Trata de traerlo aquí. El resto déjamelo a mí.

—Pero padre. Usted no le va a contar nada de lo que yo le he dicho, ¿no?

—Hijo, las confesiones son confidenciales. De ninguna manera le contaré nada. Además, no olvides que si no cumples con la penitencia no podré darte la absolución.

El hombre lanzó un desalentador suspiro y dijo:

—Bueno padre, usted gana. Haré lo posible por traerlo, al menos una vez.

—Una vez es todo lo que necesito.

Dicho esto el contador salió del confesionario sintiendo que no había ganado nada.

2

Al día siguiente, el padre Carlo, como normalmente lo hacía, salió de la parroquia a las cinco y treinta de la tarde, prendió un Malboro rojo, se puso el periódico bajo el brazo y enrumbó con paso lento hacia la cafetería Torrentina.

Al entrar, como de costumbre, pasó de largo las mesas y se sentó en la barra, cerca de la vitrina giratoria de postres. Pidió café cargado junto con pastel de manzana y empezó a leer su periódico empezando por la sección policial.

Cada vez que terminaba de leer una noticia levantaba la mirada hacia las infaltables señoras elegantes, que como él, tenían la costumbre de reunirse en esa cafetería a aproximadamente la misma hora. Las miraba y se acordaba de aquella joven dama que se había confesado el día anterior. Aquella joven dama, que con los detalles explícitos de su confesión, le había sacado humo al confesionario y había hecho hervir el agua bendita de las fuentes. El padre veía en cada una de esas señoras elegantes una potencial fuente de sórdidas confesiones. ¿Para qué necesitaba de un televisor? si tenía el confesionario: un talk show personal.

Absorto en las páginas policiales, el padre Carlo seguía sin notar la presencia del hombre que siempre lo observaba desde una mesa situada detrás de él, junto a uno de los ventanales de la cafetería. Era la tercera vez que este individuo lo escudriñaba. En esta ocasión, el extraño de tez clara traía una barba de tres días. Estaba muy bien vestido. Parecía de la zona.

El padre Carlo terminó de leer y de tomar su café. Después de llevarse a la boca el último trozo de pastel, pagó y se marchó. Pero esta vez el hombre salió detrás de él, siguiéndole los pasos a unos quince metros.

Lo siguió hasta la iglesia.

Una vez adentro del templo, el misterioso sujeto apresuró el pasó hacia padre y le tocó delicadamente el hombro derecho.

El padre se estremeció, se detuvo en seco y volteó. Lo miró de pies a cabeza con los ojos bien abiertos detrás de sus gruesas gafas.

El extraño sonrió dejando entrever una fila de dientes blancos y bien cuidados.

—Tranquilo padre —dijo—. Disculpe si lo asusté, pero es que quería hablar con usted.

Por un segundo el sacerdote no habló. Sus años de experiencia observando rostros y escuchando lo que estos le decían le habían dado una aguda intuición, y había algo en las facciones de este hombre que no le gustaba. Cualquier otra persona que observase la cara del extraño no hubiese notado nada inusual. Pero el ojo entrenado del padre Carlo sólo veía una cosa: Oportunismo. Un oportunismo egoísta y descarado. Pero al final las intuiciones no se pueden considerar como certezas. Dijo con voz calmada:

—¿En qué puedo servirte, hijo?

—Verá, padre, mi nombre es Guillermo Guiza, y quiero confesarle un pecado, pero no sé qué tan grave pueda ser.

—Bueno hijo, para eso está el confesionario, entra, adelante —dijo haciendo un gesto de pase usted con la mano.

Algunos feligreses sentados en las bancas de al lado miraron con desprecio al tal Guillermo por habérseles adelantado.

Una vez que el padre y su penitente estuvieron dentro de la privacidad del confesionario, el primero se puso en su posición habitual: con el codo izquierdo en la base de la ventanita que los conectaba y apoyando la cara sobre su mano abierta, tapándola parcialmente. Se acomodó el reloj de pulsera y dijo:

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —respondió el tal Guillermo santiguándose.

—Bien hijo, dime tus pecados.

—Bueno padre, yo soy casado y vivo en un departamento con mi esposa.

—Entiendo.

—La cosa es, padre, que hace un tiempo atrás contratamos a una sirvienta de unos dieciocho años. Es una chica simpática y delgada, pero muy humilde, obviamente. Mi esposa trabaja en una oficina, yo en cambio trabajo en mi casa, soy diseñador web, trabajo todo el día en mi computadora, y como usted entenderá, al trabajar en mi casa, estoy todo el día solo con esta chica que hace poco contratamos.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro del sacerdote.

—Tu esposa debe confiar mucho en ti.

—Sí padre, ella confía ciegamente en mí. Yo tampoco le he dado ningún motivo para desconfiar. A mi empleada yo la trato como una trabajadora, nunca tuve ninguna intención con ella. Pero lo cierto es que, a medida que fue pasando el tiempo, ella y yo desarrollamos más confianza. Se reía de mis chistes y hasta creo que me coqueteaba. La verdad es que se convirtió en una tentación: su juventud, su delgadez, sus nalgas firmes y redondas marcadas por un jean ajustado, todo eso era una tentación. Hasta que una mañana, con mi esposa ausente por supuesto, me senté en la mesa de la cocina a tomar una botella de vino y convencí a mi empleada para que me acompañase con un par de copas.

El interés del padre Carlo empezó a crecer.

—Evelina y yo… —continuó el hombre.

—¡Ah! Se llama Evelina.

—Sí, padre. Evelina y yo empezamos a tomar y conversar. Cada vez estábamos más alegres y desinhibidos, y no sé cómo es que terminamos hablando de sexo.

Aquí viene lo bueno —pensó el padre.

El tal Guillermo continuó con su confesión:

—Parece que el efecto de dos copas de vino la habían desinhibido lo suficiente como para que me contase que tenía un enamorado con el cual ya había tenido relaciones sexuales una vez, pero que sus padres se oponían a la relación, y que además no tenían dónde tener sus encuentros amorosos. En ese momento, padre, se me ocurrió una idea. Le dije a Evelina que si necesitaba un lugar privado para tener dichos encuentros podía usar la habitación de huéspedes de mi departamento.

El padre Carlo frunció el ceño y esbozó una sonrisa sardónica. Pero los dedos de su mano cubrían de la vista del penitente cualquier mueca que hiciera.

—Evelina se quedó sorprendida al escuchar esto —continuó el hombre— puso una cara que me dio risa y por un momento ella pensó que yo estaba bromeando, pero luego le confirmé mi ofrecimiento. Le volví a decir que, efectivamente, podía traer a su enamorado a mi departamento y usar la habitación de huéspedes para tener sexo. Yo notaba su desconfianza y desconcierto, pero también notaba su interés. Me preguntó por lo que diría “la señora”, o sea mi esposa, pero yo le dije que si ella quería traer a su enamorado lo hiciera en la mañana, cuando mi esposa está en el trabajo. Luego me dijo: Pero, es que me daría vergüenza por usted… Al escuchar esto, padre, se me ocurrió otra idea. Le dije que al día siguiente yo me tendría que ausentar del departamento en la mañana, le dije que ella podía aparecerse con su novio a las nueve de la mañana porque yo iba a estar ausente de nueve a once, con lo cual ella tendría la habitación de huéspedes a su entera disposición por dos horas. Estarían solos y en privacidad. Ella aceptó casi de inmediato mi propuesta. Pero padre, todo era un engaño de mi parte, todo era una trampa. Le dije también que cuando terminase de hacer lo suyo, fuera al supermercado a comprarme dos botellas de vino.

El padre Carlo estaba envuelto en una sensación de suspenso e interés. Era la confesión más extraña y elaborada que había escuchado, pero estaba interesante.

—Al día siguiente ocurrió lo convenido —continuó el tal Guillermo—. Evelina se apareció con su novio a eso de las nueve y diez de la mañana. Como también habíamos acordado que yo dejaría la puerta junta, no cerrada, ellos no tuvieron problemas para entrar. Entraron y empezaron a revisar todas las habitaciones del departamento. Cuando se cercioraron de que efectivamente se encontraban solos, se dirigieron como dos perros en celo al cuarto de huéspedes, tal y como habíamos quedado. Se quitaron toda la ropa, la tiraron al suelo y se arrojaron sobre la cama totalmente desnudos.

—Un momento hijo —interrumpió el padre—, no entiendo, cómo es que tú…

—¿Cómo es que yo sé todo esto, padre?

—Exacto.

—Lo sé porque ¡yo estaba debajo de esa cama! —dijo el hombre orgulloso.

¡Jijuna de la gran p…! —pensó el padre Carlo.

—Entiendo —dijo el cura ocultando todas sus emociones.

—Todo el tiempo que estuvieron teniendo sexo yo estuve debajo de la cama, a tan sólo centímetros de ellos, sin que ninguno de los dos sospechara nada. Podía escuchar los gemidos de placer de ambos mientras veía cómo el colchón subía y bajaba hacia mi cara. Trataba de imaginármelos a los dos, desnudos y frotando sus cuerpos violentamente. Porque la cosa fue violenta, padre, no solamente el colchón, sino toda la cama se sacudía de adelante hacia atrás. En un momento temí que se fuera a caer conmigo debajo, pero felizmente eso no ocurrió. El muchacho no gemía tanto, pero ella… ¡Ella! padre, parecía una gata salvaje. Sus gemidos de placer eran tan altos que temí que los vecinos los escucharan y pensaran que era yo quien estaba teniendo una aventura. Luego el colchón se empezó a mover de forma extraña, era que estaban cambiando de posición, sólo para empezar otra vez.

Después de un rato de estar sacudiendo el colchón como dos locos desenfrenados se detuvieron por completo, y empezaron a susurrar. Yo me asusté, pensé que estaban sospechando de mi presencia. Agudicé los oídos para tratar de entender lo que estaban diciendo, y en un determinado momento logré escuchar la frase por atrás, e inmediatamente supe que él le estaba pidiendo sexo anal.

El padre Carlo escuchaba atentamente el relato y su pierna derecha había empezado a moverse nerviosamente debajo de la sotana.

El hombre prosiguió:

—El colchón sobre mí se volvió a mover de forma extraña, signo de que se estaban poniendo en posición. Después de unos segundos percibí un ligero lamento de dolor por parte de ella. La cama ahora se movía lentamente, no como antes, se movía casi con delicadeza. Los gemidos de Evelina tampoco eran como los anteriores, ahora eran más bajos y graves, sonaban diferente, sonaban como si estuviera estreñida. Pero después de un rato, los movimientos y gemidos empezaron a adquirir más velocidad. Yo no lo pude evitar y empecé a masturbarme en mi escondite. Con todo el ruido no escucharon cuando me bajé la bragueta del pantalón. Creo que Evelina y yo llegamos al orgasmo al mismo tiempo, con la diferencia de que yo tuve que ponerme la mano sobre la boca para no emitir ningún ruido, en cambió ella mugió como una vaca.

Y así sucedió, padre. Lógicamente yo hubiese preferido ser el que estuviese encima de ella en lugar de su enamorado, pero con esta cuestión del acoso sexual que se ha puesto tan de moda, no me atrevía a tratar de tener algo con ella directamente. En fin, cuando los dos terminaron, se quedaron quietos por un momento. Yo tenía unas ganas urgentes de ir al baño, pero ellos seguían encima de la cama.

Hasta que por fin, Evelina le dijo a su enamorado que era mejor que se vistiera y se marchase, pues ella tenía que ir al supermercado a comprar vino, tal como yo se lo había pedido. De modo que el muchacho se vistió y se fue, no sin antes preguntar que si de ahora en adelante lo harían ahí, en mi departamento. Ella le contestó que no sabía, que todo dependía del señor Guillerno. Y se quedó tirada desnuda sobre la cama, seguramente descansando de todo el ajetreo. Ni se imaginaba que yo estaba justo debajo de ella.

Después de un par de minutos se puso de pie. Yo podía ver sus pies descalzos dando pasitos por el suelo mientras recogía sus ropas para vestirse.

Cuando finalmente se fue al supermercado yo pude salir de mi escondite y me fui embalado al baño. Después de orinar, salí a la calle a dar unas cuantas vueltas y regresé a mi departamento a las once en punto de la mañana, justo a la hora que le había dicho a ella que regresaría. Cuando entré me hice el que recién llegaba y ella jamás sospechó nada.

El hombre hizo una pausa.

El padre Carlo había disfrutado silenciosamente del relato. Había imaginado todo en su mente, como si él mismo hubiese estado en espíritu en la misma habitación donde ocurrieron los hechos. Definitivamente este era el tipo de confesión que a él le gustaba, y precisamente por eso, su gran intuición le decía que algo andaba mal. ¡Simplemente era demasiado perfecta! Normalmente los penitentes son reacios a dar detalles; detestan darlos porque les produce vergüenza, especialmente los pecados sexuales. A ellos les gustaría simplemente mencionar sus pecados a groso modo, ser perdonados de prisa, e irse a sus casas. Siempre es el padre Carlo quien tiene que exhortarlos y convencerlos para que entren en pormenores. Pero no este tipo. No este tal Guillermo Guiza. Él no había necesitado ser convencido o exhortado para dar detalles. Los había dado desde un principio. El padre no había necesitado sacarle nada con cuchara. Era como si hubiese sabido exactamente lo que el cura quería escuchar. Pero lo malo de la intuición es que no es precisa, no es como una aseveración lógica, es más bien como un sentimiento difuso, como una mosca en la oreja.

El sacerdote, pensando que el hombre había terminado dijo:

—Bueno hijo, tu pecado es…

—Disculpe padre, todavía hay más.

—¿Qué? ¿Todavía hay más? —replicó el padre sin poder disimular su interés.

—Sí, padre. Verá, permitir que Evelina tuviera sexo con su enamorado en mi departamento fortaleció nuestra confianza. Ahora me sentía lo suficientemente seguro como para pedirle algo más que tomar vino juntos.

El hombre volvió a hacer una pausa de unos segundos.

—¿Y qué fue lo que hiciste? —preguntó finalmente el cura.

—Le pagué trescientos soles para que realice las tareas domésticas completamente desnuda.

El padre Carlo sintió una presión en sus genitales que lo hizo apretar las piernas debajo de la sotana.

—¿Y ella aceptó? —preguntó tratando que su voz no suene muy emocionada.

El tal Guillermo se inclinó hacia atrás y levantó el mentón con orgullo.

—Sí padre, sí aceptó.

El sacerdote empezó a respirar hondo intentando controlar su ritmo cardiaco que se había acelerado. Trataba de cerrar los ojos e inhalar, pero cada vez que los cerraba se imaginaba a la chica lavando los platos tal como Dios la trajo al mundo.

—Ya veo, hijo —fue lo único que atinó a decir en medio de la creciente excitación que sentía.

—¿Quiere que le diga como la convencí, padre? —preguntó el hombre con tono de picardía.

Una vez más la intuición del padre Carlo hizo sonar las alarmas. Este huevón no está arrepentido ni de vainas, se decía a sí mismo, pero tampoco tenía ninguna prueba concreta de que el tal Guillermo estuviese tramando algo.

—Hijo, tú puedes decirme todo lo que quieras. Para eso estoy aquí.

—Bien padre. Resulta que dos días después de que Evelina tuviera su encuentro amoroso en mi departamento, la invité de nuevo a sentarse en la mesa de la cocina conmigo para tomar un poco de vino. Ella aceptó de inmediato. Así es que empezamos a beber y conversar. Después de habernos tomado media botella le inventé una historia. Le dije que un buen amigo mío le había pagado a su empleada cien soles para que hiciera las labores domésticas desnuda. Al principio se sorprendió y me preguntó si lo que le decía era verdad. Por supuesto que le dije que sí. Luego me preguntó si aquella empleada había aceptado. Evidentemente también le dije que sí, que la empleada de mi amigo había aceptado el trato y que este último no había intentado nada con ella pues era todo un caballero. Después de decirle esto la observé para ver su reacción. Ella sacó el labio inferior como diciendo no tiene nada de malo. Fue entonces cuando le dije: Yo te doy trescientos soles si tú haces lo mismo. Ella echó la espalda hacia atrás y abrió la boca asombrada, pero antes de que pueda decir nada le dije: mira. Y saqué mi billetera. Empecé a sustraer tres billetes de cien soles, y uno por uno los puse sobre la mesa.

—Por lo visto, ya lo tenías todo preparado.

—Así es, padre. El dinero quedó sobre la mesa, y yo pude ver como sus ojitos se abrieron de par en par cuando saqué los billetes. Prácticamente le estaba ofreciendo la mitad de su sueldo. Pero aun así, pude notar que estaba muy nerviosa. Yo traté de calmarla diciéndole que de ningún modo iba a intentar algo con ella, que lo único que tenía que hacer era desvestirse y limpiar la cocina como normalmente lo hacía. Ella no le quitaba los ojos de encima al dinero. Finalmente sacó el labio inferior en un gesto de indiferencia y dijo: Ok, lo haré.

Usted no se imagina, padre, lo que sentí en ese momento. Sólo hace falta decirle que hasta yo me puse nervioso.

Empujé el dinero hacia ella y le dije: bien, hazlo. ¿Qué? ¿Ahorita? ¿En este momento? Me preguntó. Le dije que sí, que en ese mismo momento. Entonces ella cogió el dinero y se lo guardó, se paró de la mesa y empezó a desvestirse. Yo sentía, padre, un estremecimiento que me recorría todo el cuerpo, pero trataba de aparentar estar calmo para no alarmarla. No sé si hubiera aceptado de estar totalmente sobria, pero qué bueno que aceptó. Comenzó a quitarse la ropa sin mirarme a los ojos y a ponerla toda dobladita sobre una silla. ¿Me quito todo? me preguntó. Sí, todo, imagínate que te vas a bañar le dije. Y de ese modo se fue desprendiendo de cada una de sus prendas hasta quedarse todita desnuda. Aunque vaciló un poco al quitarse el calzón, pero finalmente se lo quitó de un tirón. Se paró frente a mí con los pies separados y las rodillas juntas, el cuerpo ligeramente encorvado hacia delante y sin saber qué hacer con las manos. Aun no se atrevía a mirarme a los ojos. Me preguntó: Y ahora, ¿qué hago?

Pude notar con facilidad que se estaba muriendo de vergüenza. Miraba de soslayo a toda su ropa apilada sobre la silla, como diciendo no puedo creer que me la haya quitado. Yo para calmarla, elogié su cuerpo con la seriedad de un crítico, le dije que lo tenía perfecto y que se debía sentir orgullosa de él, que muchas chicas ya quisieran tener un físico tan bello. Escuchar eso le gustó mucho, pues se tranquilizó, relajó su postura y me miró a los ojos sonriendo y peinándose el cabello con los dedos. ¡Ay, padre! No sabe usted el esfuerzo que tenía que hacer para contenerme y no saltar sobre ella. Le dije que empezara a limpiar y así lo hizo. Yo me quedé sentado con mi copa de vino en la mano mientras ella limpiaba la cocina dándome la espalda. La observaba de pies a cabeza. Lo más hermoso era ese potito firme y redondito que movía de un lado a otro mientras barría el piso.

Estuvo así durante una hora, hasta que se empezó a quejar del frio que sentía. Entonces le di permiso para vestirse.

El tal Guillermo hizo una pausa y luego continuó:

—Así sucedió la primera vez.

—¡¿Qué?! —respondió el padre Carlo con voz jadeante— ¿Lo has hecho varias veces?

—No padre. Lo hice sólo una vez más, pero la última vez hubo un cambio.

—¿Un cambio?

—Sí, padre. La última vez coloqué una cámara escondida en mi casa.

Al oír esto, el sacerdote giró lentamente la cabeza para echarle un vistazo a su penitente. Vio que el tal Guillermo estaba sonriendo, orgulloso de todo lo que había hecho.

—¿Una cámara escondida? —preguntó el cura casi susurrando.

—Sí, padre. Usted sabe que en estos días se venden un sinnúmero de artefactos con diminutas cámaras escondidas instaladas en ellos. Tiene usted para elegir: lapiceros, relojes, pulseras, lámparas, ositos de peluche… Virtualmente todo puede contener una cámara escondida en estos días, con audio y video a color.

—Eh… Sssí… hijo, me imagino. La tecnología ha avanzado bastante.

—Así es, padre. Bueno, cuando supe que mi empleada estaba dispuesta a quitarse la ropa por dinero, compré uno de estos artefactos con cámara escondida y lo escondí en uno de mis cajones.

Al siguiente día esperé a que mi esposa se fuera a trabajar. Cuando se fue, corrí al cajón, saqué el dispositivo, y antes que Evelina llegase, lo coloqué camuflado en mi sala. Cuando finalmente mi empleada llegó, la salude cordialmente y esperé durante una hora; no fuera a ser que mi mujer regresase por alguna razón. Después llamé a Evelina a la sala y le propuse que hiciera exactamente lo mismo del otro día, a cambio de doscientos soles.

—Te estaba saliendo cara la cosa, hijo —comentó el padre.

—Sí padre, pero valía la pena. Cuando le propuse que lo hiciera por doscientos soles, ella me miró pícaramente y me dijo: ¿Qué? ¿No eran trescientos? Yo pensé por dentro: Pendeja… Le dije que no podía pagarle lo que me pedía pues estaba muy gastado. Esta vez no fue necesario el alcohol, ella ya tenía la suficiente confianza. Aceptó. Le dije que fuera al cuarto de huéspedes, se quitara toda la ropa y saliera a la sala. Apenas se retiró al cuarto de huéspedes, yo activé la cámara. Después de un par de minutos salió a la sala, desnuda de pies a cabeza y con una sonrisa nerviosa en la cara. Le dije que empezara a sacudir los muebles y luego el aparador. Mientras ella iba por el sacudidor yo fui por una copa de vino, saqué la más grande que tenía y la llené hasta rebosarla. Padre… de verdad… me sentía un Cónan. Ahí estaba yo, desparramado cómodamente en mi sillón, con una copa grande de vino en mi mano derecha y observando a esta chica de dieciocho años limpiar mi sala totalmente desnuda. Ella nunca sospechó que yo la estaba filmando.

El padre Carlo cerró los ojos e intentó nuevamente su ejercicio de respiración, pues su ritmo cardiaco se había vuelto a acelerar. Pero, una vez más, su vívida imaginación lo traicionaba. No podía evitar ver en su mente todo lo que el tal Guillermo le contaba. Hasta sus anteojos de vidrio antibalas se habían empañado y tuvo limpiarlos con el dedo índice.

—Después que terminó de sacudir —continuó el hombre— le dije que pasara la aspiradora. ¡Eso fue delicioso! padre, porque cuando ella se estiraba hacia adelante y atrás pasando la máquina, sus senos colgaban y se zangoloteaban como dos globos de agua.

¡Mierda! —pensó el padre, mientras cerraba fuertemente su mano derecha sobre su pierna como queriéndose arrancar un trozo de carne.

El hombre prosiguió con su confesión.

—Después de haber pasado la aspiradora por un rato y yo haberme deleitado con el ir y venir de sus tetas, me dijo que tenía que ir al baño. Le dije que fuera nomás.

Apenas se metió en el baño yo tomé mi dispositivo con cámara oculta y lo trasladé a la cocina. Cuando ella salió, le dije que dejara de aspirar y que empezara a lavar los platos. Y así lo hizo.

—Muy obediente la chica…

—Así es padre. Entonces Evelina se metió a la cocina y empezó a lavar los servicios mientras yo la miraba por detrás.

¡Lo filmé todo, padre! La filmé en la sala sacudiendo y pasando la aspiradora; también la filmé en la cocina lavando los platos y además trapeando el piso a gatas. Así es, le dije que no usara el trapeador, tan sólo un trapo, por lo que se tuvo que tirar al suelo y ponerse a trapear a la antigua. La tuve gateando desnuda por toda mi cocina. ¡Todo quedó grabado, padre!

Cuando terminó con la cocina me dijo que ya quería bañase y vestirse. Yo ya me daba por buen servido, así es que le dije que estaba bien. Le pregunté si podía verla bañarse, pero cosa rara, ¡me dijo que no! que prefería bañarse sola. ¡Qué raras son las mujeres a veces, padre!

Mientras ella se duchaba me encerré en mi cuarto y revisé el video en mi laptop. Ay, padre… ¡El video había quedado fabuloso! ¡Toda una obra de arte! Estas cámaras ocultas verdaderamente son geniales. Por supuesto que el archivo del video lo comprimí bajo un nombre que no evocara ninguna sospecha por parte de mi esposa, por si llegara a revisar mi computadora. Eso es todo, padre. Eso es lo que quería confesar.

No había respuesta del otro lado de la ventanita enrejada.

—¿Padre? —preguntó el hombre— Es todo lo que quería confesarle.

Pero el padre Carlo necesitaba un tiempo para recuperarse. Por fuera parecía sereno y calmado, pero por dentro era una antorcha. Su corazón se había acelerado, sus lentes se habían ahumado por el calor de su rostro y la pierna le dolía después de habérsela apretado tan fuerte con la mano. Respiró profundo, aguantó el aliento por unos instantes y exhaló cerrando los ojos.

—¿Padre? ¿Se encuentra bien?

—¡Ah! Sí, hijo, me encuentro bien —respondió el sacerdote aclarándose la garganta—. Bueno hijo… ¡Mmj! Lo que has hecho está muy mal, ¡Mmj! ¡Mmj! Te has aprovechado de la situación humilde de esa pobre chica para que haga tu voluntad. La has tentado con dinero que ella necesita para que haga cosas indecentes y humillantes. Y has violado su privacidad filmándola en secreto.

—¡Bah! No es para tanto, padre —dijo el hombre moviendo la mano con desdén.

—¿Cómo qué no? ¿Te parece poco tenerla desnuda trapeando el suelo a gatas? Y para colmo, filmándola sin su consentimiento. ¿Cómo crees que ella se sentiría si supiera que la has estado grabando en secreto?

El tal Guillermo aprovechó la coyuntura y respondió:

—Y dígame, padre, ¿cómo cree que se sentirían sus feligreses si supieran que USTED los ha estado filmando en secreto mientras se confesaban?

El padre Carlo giró la cabeza como un resorte que se suelta y miró al tal Guillermo cara a cara, directamente a los ojos. Un escalofrío congelante le atravesó la espina y por primera vez en muchos años sintió temor. Cualquier excitación sexual que pudiera haber estado sintiendo en ese momento desapareció instantáneamente.

—¡¿Quién eres tú?! —le preguntó a su penitente.

—Tranquilo padre, no soy el diablo —respondió burlonamente.

—¡Ya sé que no eres el diablo! Lo que te pregunto es, quién eres tú para acusarme de semejante cosa.

—¡Ay padre! No se haga. Yo sé perfectamente lo que usted ha estado haciendo y cómo lo ha estado haciendo. A usted le gusta filmar las confesiones de sus feligreses, y lo hace con una cámara escondida. ¿Por qué es que lo hace…? bueno… me imagino que le produce un placer morboso, lo estimula, lo excita, le divierte ver los videos de las confesiones por las noches; seguramente hasta se masturba con las perradas que le cuentan las mujeres. ¿Y por qué no lo haría?, los pecados y secretos ajenos son ahora todo un espectáculo, es lo que la gente quiere saber, son todo un circo, un show. Este confesionario es para usted una especie de set de televisión donde la gente le confía sus más sórdidos secretos. Hay programas televisivos que usan un polígrafo para exponer a sus concursantes. Usted no necesita de tales artilugios, puesto que las personas le cuentan todo voluntariamente. Yo, en su lugar, haría lo mismo.

El padre Carlo bajó la cabeza y se masajeó las sienes con los dedos. Respiró profundo y exhaló un largo suspiro; luego dijo con voz condescendiente:

—Hijo mío. No sé de dónde sacas la idea de que yo filmo secretamente las confesiones de mis feligreses. ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Te das cuenta de lo que implicaría tal acción? ¿Estás consciente de las repercusiones que habrían para la iglesia católica si lo que tú dices fuese cierto? Así es que, hijo mío, controla tu imaginación y déjate de calumnias, por favor. Yo estoy aquí para ayudarte, no para que me calumnies de esa manera.

—La cámara escondida está en su reloj de pulsera, padre.

El padre Carlo se puso pálido.

—¡¿Qué?! —dijo envolviendo su reloj con la mano instintivamente.

—¡Ay padre! ¿Ve ese pequeño punto negro debajo del número doce?

El padre miró inmediatamente su reloj con la boca entreabierta.

El hombre prosiguió:

—Ese pequeño punto negro no es ningún adorno, es la lente de la diminuta cámara instalada en su reloj ¿Cómo cree usted que filmé yo a mi empleada?

El tal Guillermo sustrajo un reloj del bolsillo de su casaca y lo alzó a la vista del sacerdote. El padre Carlo miró con angustia el reloj que sujetaban frente a él y luego miró el suyo propio. ¡Eran idénticos! Misma marca, mismo modelo… misma cámara escondida. ¡Lo habían descubierto!

—Al principio —continuó el tal Guillermo— no podía imaginar para qué querría un sacerdote un reloj con cámara escondida. Primero pensé que podría ser para filmar a los monaguillos, pero luego me di cuenta de que eso no tenía sentido puesto que usted los ve todos los días. Fue entonces cuando me acordé de las confesiones. Los secretos ajenos, sucios y sórdidos, son todo un producto comercial hoy en día. ¿Y por qué lo son? Pues, por el morbo que despiertan en la gente, y usted puede ser cura, pero también es gente, por lo que la idea de que estuviese grabando en secreto las confesiones de sus feligreses no era tan descabellada. Es por eso que hice este pequeño experimento de confesarme con usted, quería ver lo que hacía. Al principio de mi confesión usted se acomodó el reloj en su muñeca, un gesto que no despierta sospechas, pero lo que en realidad estaba haciendo era activar la cámara oculta que tiene ahí. Además, he podido notar que todo lo que le he contado acerca de lo que hice con mi empleada no ha hecho más que excitarlo. Sí padre, lo noté, le gustan ese tipo de confesiones. Así es que no se haga el inocente. ¡Usted está filmando las confesiones de sus feligreses! —aseveró categóricamente el tal Guillermo.

El padre Carlo se llevó la mano sobre los ojos. Jamás pensó que lo descubrirían. Su presión sanguínea subió provocándole un ligero mareo. Su respiración se aceleró y unas cuantas gotas de sudor se empezaron a formar en su frente. ¡No había salida! ¡Lo habían descubierto! ¿Pero cómo es que este hombre pudo hacerlo? ¿Quién era él? ¿La reencarnación de Sherlock Holmes? ¿O tan sólo un muy astuto, pero morboso voyerista, que empezó todas sus elucubraciones en el momento en que le vio el reloj de pulsera? Ya no importaba.

—Está bien —susurró el padre con voz abatida—, tienes razón, lo admito.

—¡Ajá!

—Pero hijo —prosiguió en un tono nervioso—, ¡tienes que entender! Si esto se llegara a saber… ¿Te imaginas la que se armaría? ¡Podría ser hasta un escándalo internacional! Pues todos pensarán que si yo lo hago, cuántos curas más estarán haciendo lo mismo. No sólo me expulsarían de la orden, sino que la gente ya no confiaría más en sus confesores. La gente ya no querría confesarse por el temor a ser filmada. La iglesia católica ya tiene una mala imagen en el mundo, esto sólo la empeoraría aun más. Incluso muchos podrían desertar de la iglesia y unirse a cualquiera de esas nuevas sectas que crecen como mala hierba… ¡banda de buitres!

—Tranquilo padre, tranquilo —dijo el tal Guillermo con tono soberbio—, podemos hacer un trato.

—¿Trato? ¿Qué clase de trato?

—Verá, padre, estoy seguro de que usted tiene los videos de las confesiones guardados en el disco duro de su computadora, ¿no es cierto?

—Bueno… sí.

—Quiero una copia de todos esos archivos de video que usted ha grabado.

—¡¿Qué cosa?! ¿Estás loco?

—Padre, si usted quiere que yo guarde su secretito, entonces deme una copia de todas las confesiones que ha grabado.

—¡No! ¡Claro que no! —dijo el cura moviendo la cabeza enfáticamente en gesto de negación— ¡Si te doy esos archivos de video, estoy seguro de que todo esto saldría a la luz! Además te estaría dando las pruebas de que yo…

Fue cuando el padre Carlo cayó en cuenta de algo importante.

—Pero, ¿por qué te estoy hablando de esto? Si tú no tienes pruebas —dijo el cura aliviado— ¡No tienes ninguna prueba contra mí! Si me denuncias, yo lo negaré todo. ¡Diré que me has querido chantajear con una vil calumnia! ¡Nadie te creerá!

Pero el alivio del sacerdote se fue desvaneciendo al ver que en el rostro de su chantajista se formaba una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Ay padre…! —replicó con tono complaciente y burlón— ¿Ya ha olvidado que tengo un reloj igual al suyo? Recuerde que estos dispositivos no sólo graban video, ¡también graban audio! He estado grabando toda nuestra conversación desde hace un buen rato.

El padre se quedó atónito.

—Es irónico ¿no? —continuó el tal Guillermo— Yo vine aquí a confesarme, pero quien terminó confesándose es usted. ¡Y yo lo tengo todo grabado! Así es que padre, sí tengo pruebas, usted me las acaba de dar —dijo triunfante, con una sonrisa burlona que dejó entrever sus dientes blancos y bien cuidados.

¡Tramposo maldito! —pensó el padre apretando los dientes y cerrando los puños— ¡Maldito sea el día que tu madre te parió! ¡Ojalá que te vayas al infierno y los demonios te taladren el ano! ¡Ahora sí me jodí!

El padre Carlo se sintió como un tonto, atrapado por alguien mucho más joven que él. Eso caló profundo en su orgullo. Se sentía como una mosca encerrada en un vaso. Si antes estaba molesto, ahora estaba furioso. Furioso consigo mismo, pero más furioso con ese chantajista engreído. Se pasó la mano por la cara y preguntó conteniendo toda su ira:

—Dime, ¿para qué quieres esos videos?

—¡Ay padre…!

—¡Nada de Ay padre! —dijo tajantemente— ¡Dime claro y conciso! ¿Para qué quieres esos videos?

El tal Guillermo acercó la cara hacía la ventanita enrejada. El sacerdote tuvo que contener las ganas de meterle un puñete a través de las delicadas varillas de madera que formaban la rejilla.

—Padre —dijo el hombre—, muchos de sus feligreses son gente acomodada. ¿Sabe usted lo que pagarían para evitar que aparezca en internet un video de ellos mismos confesando todos sus sucios pecados, todos sus sucios secretos? Yo tengo un amigo periodista, él sabe cómo localizar personas. ¿Se imagina cuánta plata nos podríamos embolsillar él y yo con estos videos?

—De modo que —dijo el padre conteniendo una furia cada vez mayor— me estás chantajeando a mí, para poder chantajear a los demás.

El tal Guillermo extendió el labio inferior y se encogió de hombros en gesto de total indiferencia.

—Pues sí, padre. Creo que no tiene más remedio que darme una copia de sus videos.

—¡No te doy ni mierda! —masculló el cura entre dientes.

—¡Wow padre! Qué boquita la suya. Bueno, en ese caso no me deja más opción que denunciar…

Pero Guillermo Guiza no terminó la frase. Se calló la boca en seco al escuchar el click de una pistola.

Por unos breves segundos los dos hombres se miraron fijamente a través de la rejilla de madera. El rostro del chantajista revelaba desconcierto, como diciendo ¿eso que escuché es lo que creo que es? Luego el padre Carlo habló:

—¡Tengo un arma aquí, miserable maldito! ¡Si te mueves te vuelo la panza!

El hombre se quedó estupefacto por unos segundos. La mirada en el padre era ciertamente asesina. Pero luego, el tal Guillermo volvió a sonreír, mas no tanto esta vez.

—Caray padre, ¿me quiere hacer creer que usted tiene un arma en sus manos, en este preciso momento?

—¡Exacto!

El chantajista no dejaba de mirar al cura fijamente los a los ojos. Dejó de sonreír y se pasó la lengua por los labios mientras se acariciaba la barbilla pensativamente.

—Bueno, si es verdad que tiene un arma, enséñemela —dijo confiado.

El padre Carlo alzó la mano derecha a la altura de sus ojos y el tal Guillermo pudo verla a través de la ventanita enrejada. Para su horror, la mano del padre Carlo empuñaba una pistola Beretta 9 mm, grande y negra como la pupila de sus ojos. Ojos furiosos y asesinos que se veían más grandes e intimidantes debido al par de lupas que tenía por anteojos.

De un instante a otro, toda la soberbia y confianza del chantajista se derritió como hielo bajo metal fundido. Su sonrisa burlona se convirtió en una mueca torcida. Su labio inferior, que antes había sacado en señal de indiferencia, ahora temblaba como la cuerda de una guitarra. Sus ojos se llenaron de miedo e inseguridad. Ya no era más el Cónan que hacia trapear calata a su empleada, ya no era más el dominador, ahora sólo era un tipo asustado con cara de cojudo. Él sabía muy bien que el proyectil de una pistola así podía fácilmente atravesar la madera y abrirle un hueco en la panza.

El padre Carlo bajó la mano y estrelló el cañón del arma contra la pared de madera que los separaba, produciendo un golpe seco que heló la sangre del tal Guillermo.

—¡Ahora imbécil! ¡¿Ya me crees?!

—S-s-sí… Pa-padre. Le-le creo. P-pero piense en lo que hace. S-s-si me… me… dispara todos oirán.

—¡No me importa! ¡Peor es el escándalo que me espera si de te dejo vivo!

—Pa-pa-padre, n-no me mate. Le-le-le prometo que no le diré a nadie.

—¡Pon en el suelo el reloj y tu celular! —ordenó el cura.

El tal Guillermo cumplió la orden como si se la hubiera dado el mismo Dios. Puso en el suelo del confesionario el reloj con cámara escondida y su costoso celular.

—Ya padre, ya está.

—Escúchame infeliz. ¡Si abres la boca acerca de lo que ha pasado aquí, te mato! ¡¿Entiendes?! —dijo el sacerdote entre dientes.

—S-s-sí… pa-padre. N-no diré nada.

—Bien, deja el reloj y el celular aquí y ve con Dios, hijo mío.

—¿Qué?

—¡Que te vayas! ¡Largo! ¿No entiendes?

Apenas el hombre escuchó esto, salió disparado del confesionario como alma que lleva el diablo. Corrió como loco hacia las puertas de la iglesia. Tumbó a una vieja en el camino y escapó a la calle ante la mirada atónita de los feligreses reunidos, que ya esperaban la misa de la noche.

El padre Carlo guardó el arma en un bolsillo grande de su sotana y salió del confesionario. Toda la congregación lo miró con cara de ¿qué fue lo que pasó ahí adentro? Él sonrió a la gente y dijo nerviosamente:

—Uy, uy, uy… hay pecados difíciles de confesar, je je je.

Se escucharon algunas risas entre la gente.

El padre se metió al otro lado del confesionario y discretamente recogió el reloj y el celular que el tal Guillermo había dejado atrás y se los metió al bolsillo. Luego, frente a la mirada de los feligreses y sin decir nada, se retiró a sus aposentos.

Apenas entró en su despacho, el padre Carlo tiró al suelo los dos relojes con cámara oculta, tanto el suyo como el que le acaba de asaltar a Guillermo Guiza, y se puso a zapatear sobre ellos como cholo borracho bailando huaino, haciendo que estos quedasen hechos trizas. Luego, echó los restos al inodoro y jaló la palanca. Hizo lo mismo con el costoso celular.

Terminado de hacer esto, fue hacia su laptop y borró todos los videos de las confesiones. Cuando la computadora hubo borrado hasta el último archivo, el padre se desplomó aliviado sobre su silla. Se acababa de deshacer de toda la evidencia. Dio un suspiró, se llevó la mano a los ojos y murmuró Carajo, por poco… Y se quedó así por un rato, hasta que alguien llamó a su puerta.

El padre se sobresaltó, volteó y dijo:

—Adelante.

Un monaguillo de unos catorce años abrió lentamente la puerta y entró en la habitación.

—Padre Carlo, ¿se siente bien? Los feligreses están inquietos porque dicen que la misa se está demorando.

El cura se quedó mirando al monaguillo por un momento.

—Lo siento hijo, me siento un poco enfermo. Dile a los feligreses que mil perdones, pero hoy no habrá misa de la noche. Diles que… me duele mucho la cabeza.

—Bien padre, lo haré —dijo obedientemente el monaguillo.

—Gracias hijo.

El muchacho se dio media vuelta para marcharse, pero luego se volvió hacia el padre.

—¡Ah, padre! Me olvidaba. Las palomas del estacionamiento se siguen cagando encima de los carros. ¿Trajo la pistola de balines que le iba a pedir prestado a su sobrino?

—¡Ah, sí! Sí la traje.

El padre Carlo extrajo la pistola de aire comprimido que tenía en el bolsillo de la sotana y se la alcanzó al monaguillo.

El joven la tomó entre sus manos y exclamó admirado:

—¡Asu! ¡Está bacán, padre! Hasta parece de verdad.

—Sí hijo, créeme, esa puede engañar a cualquier desgraciado. Cuidado que te sacas un ojo de un balinazo. Y que no te la vean.

—Sí, Padre.

—Bueno, bueno, anda y dile a los feligreses lo que te he dicho. Luego vas y te matas a esas palomas antes de que se caguen encima de mi Toyota.

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