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EN EL PUENTE


Combi (Jerga peruana): minibús para transporte público.

—¡Santísima mierda! ¡Me quedé dormido!

Fue lo que dije mientras saltaba de la cama.

Después del almuerzo me había echado a reposar y terminé durmiéndome con el televisor prendido.

Di un rápido vistazo al reloj. Eran la una y media de la tarde ¡Y bebé Ruth me esperaba dentro de una hora!

Me dirigí corriendo al baño con un calzoncillo nuevo en la mano.

Después de cagar brevemente, zambullí mi cuerpo de cien kilos en la ducha. No era que no me hubiese bañado esa mañana, pero quería estar limpio y fresco para encontrarme con ella. Después de diecisiete años de noviazgo aun me seguía importando estar impecable cuando me reúno con bebé Ruth.

¡Caramba! —pensaba jabonándome la panza hinchada— ¡Ya son diecisiete años de noviazgo! ¡Chesu! ¡Diecisiete! —pausa mental para calcular— ¡Once de ellos huyendo del matrimonio! —pausa meditativa— ¿A quién se le habrá ocurrido el disparate de que uno se casa para ser feliz?

Y mientras el agua me chorreaba por todos los rollos me acordé del último consejo que me dio mi padre. Me dijo mi papá:

—Hijo, mi pequeño hipopótamo, hazme caso, escucha mi consejo, escucha a tu viejo, escucha mi… mi… mmm… mmmssss… ssss…

—¡Papá despierta!

—¿Ah? ¿Qué pasa?

—El consejo papá.

—¡Ah, sí! El consejo. Hijo ¡Nunca jamás en la vida te cases! ¡No te cases! ¡No tengas hijos! ¡No los tengas! ¡Los hijos sólo traen dolor, angustia y desdicha! ¡No cometas el mismo error que yo! ¡No lo cometas!

—¡Pucha! Gracias papi.

—De nada, pequeño elefante.

Salí de la ducha, y después de rociarme desodorante en las axilas y entrepierna fui disparado hacia mi habitación. El reloj marcaba las dos y cinco, faltaban veinticinco minutos para que bebé Ruth saliera de su trabajo en el banco; si ella salía y no me encontraba, se molestaría conmigo y el resentimiento le podría durar fácilmente dos meses. Claro que la cuestión del resentimiento tenía una solución bastante práctica: dinero. Es asombrosa la magia que el dinero ejerce sobre el humor de una mujer. Pero yo ya no tenía plata, así era que mejor estar puntual.

Hace aproximadamente un mes, bebé Ruth había detectado una pequeñísima protuberancia en su ojito izquierdo. No sabíamos qué era, pero si eso me hubiese aparecido a mí lo más probable es que lo hubiera dejado así y no tomara ninguna acción. Si el ojo funciona, pues qué más da. Pero las mujeres son diferentes con respecto a los asuntos médicos y cuando bebé Ruth supo que esa diminuta protuberancia estaba ahí, sacó inmediatamente una cita con un oftalmólogo de la clínica Javier Prado. Y es ahí donde iríamos. La acompañaría a su cita médica.

Vestirme me tomó cinco minutos más. Ahora sólo faltaban veinte. Mejor empezaba a correr.

Salí de mi casa y fui velozmente hacia el paradero. Me lancé sobre el primer taxi que encontré. El taxista puso cara de haber atropellado a una vaca, pero inmediatamente le pregunté cuánto me cobraba por llevarme al centro comercial Jockey Plaza. Me dijo que diez soles y subí enseguida.

En realidad, si me pedía cien dólares y yo los hubiese tenido en ese momento, se los habría dado, pues lo único que me importaba era estar en las puertas del banco a las dos y treinta con cero segundos y cero milisegundos.

El taxi luchó con el tráfico por un rato desesperante hasta que por fin salió a la carretera y empezó a correr. Yo miraba el reloj de mi celular: quedaban siete minutos. ¡Apúrese! ¡Apúrese!

El carro entró en el estacionamiento del centro comercial y se unió a una larga fila de otros taxis que avanzaban lentamente dejando y recogiendo pasajeros. Yo no iba a esperar. Le pagué al chofer y salí del vehículo como una estampida.

Caminando lo más rápido que podía atravesé el enorme estacionamiento, sin prestar demasiada atención a los modernísimos edificios de lujo que normalmente me hacían sentir en un país del primer mundo, pero en ese momento estaba demasiado apurado como para detenerme a admirar el avance en la arquitectura.

Saqué mi celular: eran las dos con veintinueve minutos con cuarenta segundos. ¡Faltaban veinte segundos! Miré la distancia que me separaba de la entrada del banco y mi corroído cerebro empezó a calcular y ajustar la velocidad a la que iba. Necesitaba acelerar. Mi corazón redobló el ritmo de bombeo, mi respiración se apresuró y mis piernas se movían tan rápido que ya empezaba a correr.

¡Finalmente llegué! Hora de llegada: 2:30:00 pm.

Me sentí como un avión jumbo 747 recién de aterrizado. Mi corazón poco a poco volvió a su ritmo de siempre, mi respiración se normalizó y con un pañuelo me sequé las gotitas de sudor que habían aparecido en mi frente. Ahora esperaría afuera un ratito.

Hora: 3:06:30 pm. Bebé Ruth todavía no salía del banco. Ya llevaba ahí parado media hora.

Apoyado sobre una columna me dedicaba a ver el interior del banco a través de su gran pared de vidrio. El local ya no admitía más clientes. Efectivamente había cerrado a las dos y treinta, pero no iban a echar a patadas a toda la gente que estaba adentro, simplemente ya no dejaban entrar a nadie más. Yo tendría que esperar a que bebé Ruth atienda a los clientes que le faltaban, eso le tomaría un buen rato, por lo tanto, realmente nunca había tenido la oportunidad de encontrarme con ella a las dos y media. Eso yo ya lo sabía, y por supuesto ella también.

Hora: 3:33:15. Ya llevaba una hora, tres minutos y quince segundos esperando. Y ella aun no salía.

Finalmente la puerta del banco se abrió y una pequeña mujercita de cabellos negros y piel trigueña salió del local. Estaba enfundada en un uniforme azul que le quedaba tirante y la hacía ver de mayor edad. Vestida con polo y jean ella seguía siendo una señorita, pero con ese uniforme era una Señora. Mas no importaba qué ropa usase, su cabeza seguía estando a la altura de mi hombro, lo cual la convertía en una práctica novia de bolsillo, le decía yo.

Se me acercó con cara de cansada, se empinó sobre la punta de sus zapatitos y me dio un beso.

—¡Vamos! —me dijo sujetándome del brazo.

¿Vamos? —pensé yo— ¿Así nada más? ¿No hay un “discúlpame mi amor por la tardanza” o un “no debí haberte hecho venir tan temprano, cariño”? ¿No hay nada de eso? ¿Simplemente “Vamos”?

Pero qué tonto soy, ¿por qué se disculparía por algo que me hace a propósito?

—Vamos pues bebé —le dije.

Y los dos cruzamos el estacionamiento y salimos del área del centro comercial. Nos metimos en un torrente de gente que caminaba hacia el puente peatonal más complicado que he visto en mi vida.

—Bebé Ruth —le dije— ¿No vamos a tomar taxi?

Mi novia puso cara de estreñida que puja y se detuvo tirándome del brazo.

—¿Taxi? ¡¿Taxi?! ¿¡Estás cojudo huevón!? Ya es hora que madures y te dejes de taxis. ¡Aprende a tomar transporte público! —y luego agregó pensativa— Claro que sería estupendo tener un novio con carro, pero qué se va hacer pues —concluyó mirándome de pies a cabeza sacando el labio inferior.

Seguimos caminando.

—Bebé Ruth…

Mierda —seguramente pensó ella

—¿Qué quieres?

—Y… ¿Qué carro vamos a tomar?

Se llevó la mano a la frente con fuerza y una vez más me lanzó esa mirada de estreñida que tanto me asusta.

—¡¿Acaso ya no te lo dije?!

—N-n-no -respondí levantando ligeramente el brazo sobre la cara.

—¡Claro que te lo dije! ¡¿No te acuerdas imbécil?! Ayer en la noche me preguntaste lo mismo.

—¿Eso hice?

—¡Seguramente has estado borracho, como siempre! ¡Mamando de la botella como si fuera la teta de tu putísima madre!

—No bebé, ayer no bebí porque sabía que hoy tenía que acompañarte al médico.

—¡Entonces cómo no te acuerdas! —rezongó dando una patadita en el suelo.

—Pues…

—¡La 40, recuérdalo mamarracho de hombre, línea 40, 40!

—Ya bebé.

—Seguramente también te olvidaste de adónde vamos.

—No bebé.

—Bien. Andando.

Me volvió a tomar del brazo y seguimos caminando entre la multitud inmutable.

La concurrida avenida desembocaba en una intersección vial tipo trébol, lleno de bifurcaciones, salidas, entradas, subidas y bajadas; y el puente peatonal que la cruzaba y por cuyas escaleras ya empezábamos a subir emulaba su complejidad.

Los escalones de madera crujían bajo nuestro peso y el de toda la gente que subía junto con nosotros.

Finalmente llegamos a lo más alto y empezamos a cruzar. Desde esa altura podía ver toda la ciudad perdiéndose en el horizonte. A mi izquierda se extendía la gran avenida Javier Prado, bifurcándose en cuatro ramales circulares que formaban las “hojas” del trébol, para luego alargarse por kilómetros hasta el centro financiero de Lima; a mi derecha se hallaba el inmenso complejo comercial del Jockey Plaza, con sus lujosas tiendas de vidrio y acero; y frente a mí, la calzada del puente peatonal se prolongaba por varios metros hasta bifurcarse en cuatro escaleras que desembocaban cada una en un paradero distinto y bastante alejado uno del otro.

—¡Vamos a ver! —exclamó bebé Ruth deteniéndose y jalándome del brazo.

Yo me sobresalté asustado.

—Quiero que identifiques nuestro paradero —ordenó la mujercita de uniforme apretado— Señálame con tu dedo mugroso el paradero donde vamos a tomar el carro.

Yo escudriñé con la vista las cuatro escaleras en las que terminaba el puente y admito que, por un segundo, mi cerebro se extravió en el laberinto de tramos cruzados. Un tramo parecía pertenecer a una escalera cuando en realidad pertenecía a otra. Algunos eran largos, otros eran cortos; algunos eran empinados y otros eran más llanos. Era un nudo de tramos y escalones de diferentes formas y tamaños que terminaron por confundirme. Yo simplemente señalé el paradero más cercano y le dije:

—¡Ese!, ese que está allá es nuestro paradero.

Por el rabillo del ojo pude ver una sombra acercándose a mi cara. Empecé a girar la cabeza para ver de qué se trataba cuando la mano abierta de bebé Ruth se estrelló contra mi rostro con la fuerza de un tablazo.

A partir de ese momento todo sucedió en cámara lenta para mí.

De mis ojos hurgados se desprendieron gotas de lágrimas que salieron despedidas en sentido opuesto al cachetadón que acababa de recibir, pero inmediatamente fueron atropelladas por el puño de mi novia que colisionó con mi otra mejilla haciendo que mis dientes castañeen en una onda progresiva. Me comencé a tambalear. Pude sentir el rebote de mi masa encefálica dentro del cráneo. Al mirar abajo vi el piececito de bebé Ruth subir hacía mí como el brazo de una catapulta. Instintivamente me cubrí la cara, pero mi rostro no era el blanco de su puntapié. El zapato de ella se enterró en mis testículos como un poste de luz se entierra en el parachoques de un conductor ebrio. Miré al cielo con una expresión de opresivo dolor y sin aliento para gritar, pero mi castigo aun no había terminado.

Usando ambas manos bebé Ruth me empujó hacia un costado. Tal vez su intención era arrojarme fuera del puente, pero en vez de eso caí de lado y mi cabeza se estrelló contra el barandal, enseguida me desplomé sobre la calzada.

En ese momento recién empezaría mi lección.

Mientras bebé Ruth hundía la punta de su zapato en mis costillas me iba describiendo el motivo por el cual me acababa de sacar la mierda, y me la seguía sacando mientras la gente observaba maravillada aquel divertido espectáculo.

—¡¡Maldito animal aniñado de porquería!! —me explicaba mientras me pateaba— ¡¡Ya me tienes harta, harta!! —y después de una pausa para respirar— ¡¡Roñosa imitación de hombre!! ¡¡Ponte de pie!! ¡¡Que te pares te digo!!

Yo tenía el estómago destrozado por la patada en los testículos y mis costillas me pulsaban como si estuvieran a punto de estallar en astillas, sin embargo reuní las fuerzas suficientes para estirar el brazo y coger el barandal; luego, apoyándome en el codo izquierdo, me impulse lentamente hacia arriba, lo suficiente como para enderezar mi pierna y empezar a ponerme de pie pesadamente.

La gente murmuraba un sinfín de conjeturas, pero las decía con total y absoluta certeza.

—¡Ese desgraciado —murmuraban señalándome— le ha sacado la vuelta a esa, su mujer!

—¡Bien hecho! —decía alguna chica por ahí— ¡Pero que le pegue más! ¡Que le pegue más! ¡Los malditos como él no merecen perdón de Dios!

—¿Qué ta’ pasando? —preguntaba un recién llegado.

—Ese conchadesumare se tiró a la hermana de su hembrita que está ahí —le respondió algún fulano.

—¿Ah sí? Ja ja ja, igual que yo pe’ pero que le pegue más, que le pegue más, pa’ que aprenda a respetar.

—Oe amiga, ¡pégale más!, ¡pégale más!

—¡Dale más duro a ese desgraciado! —grito alguien de atrás.

Se empezaron a escuchar aplausos entre la multitud.

—¿Por qué le ha pegado? —preguntó otro.

—Ese tipo creo que es un violador —respondió alguien señalándome.

—Ah, es un violador. Es un violador, ¡oe!, ¡es un violador! Sí, violador había sido.

—¡Violador!

—No, es un ratero, un ratero es —aseguró otra mujer.

—¿Un ratero?

—Sí, yo misma vi cuando le trató de quitar la cartera a esa señora chiquita que está ahí.

—¡Oe! ¡Ratero violador infiel de mierda! —me denominó alguien.

—¡Abusivo! —me calificó otro.

—¡Pedófilo! —gritó alguien por ahí.

Por fin pude ponerme de pie, aunque necesitaba apoyarme en la baranda.

—¡Ahora! —dijo bebé Ruth— ¡Respóndeme! ¿Dónde estamos yendo?

Yo la miré adolorido.

—¡¿Dónde estamos yendo?! —me preguntó nuevamente

—Eh… estamos yendo a la clínica para que…

—¡Ya! ¡A la clínica! Y ahora dime, ¿dónde está la clínica? Señálame, ¿dónde está?

Giré mi cuerpo magullado y señalé al oeste.

—Por allá… por allá… queda… clínica para tu ojito.

—¡Ya! ¡Queda por allá! ¡¿Y entonces, por qué me señalas ese paradero?! —me dijo apuntando indignada a la parada que yo había señalado previamente.

No supe que responder. Ella continuó.

—¡¿Acaso no te das cuenta que los carros que pasan por ese paradero van hacia el sur, de donde tú has venido?! ¿No te das cuenta huevonazo? ¡Si la clínica queda para ese lado —y señaló al oeste— entonces tenemos que tomar el carro allá! —y señaló el paradero correcto— ¡Piensa carajo! ¡Piensa! —dijo golpeándose la sien derecha con la punta de los dedos.

—Ya bebé Ruth, entiendo, disculpa.

—¿Hasta cuándo? —protestó ella elevando los brazos hacia el cielo— Bueno ya. Vamos.

Me tomó nuevamente del brazo y terminamos de cruzar el puente. La gente se quedó un tanto desconcertada y siguió su camino.

Mientras bebé Ruth y yo permanecíamos sentados en la banca esperando el bus, ella sostenía su celular mirando en YouTube el video de la paliza que me acababa de dar.

Después de ver el video guardó su celular y me dijo:

—Ethan, tú no me estás acompañando a la fuerza, ¿verdad? Tú realmente me estás acompañando porque me quieres, ¿no?, porque me amas, ¿no es así?

Yo la miré perplejo por unos segundos pensando qué responder, luego, una extraña sensación de tranquilidad mezclada con alegría me invadió el espíritu. Me sentí como un condenado a muerte que ya hizo las paces con Dios y puede irse en paz. Calmadamente y con una amable sonrisa le dije:

—Bebé Ruth, ¿te acuerdas de Juliana, mi vecina?

—Sí, ¿qué hay con ella?

—Ayer me la llevé a mi casa…

—¿Qué?

—Y la metí en mi cuarto…

—¡¿Cómo?!

—Y nos revolcamos desnudos en la misma cama donde tú y yo lo hacemos siempre.

—¿¡Queeé!? ¡¿Me estás hablando en serio?!

—Sí, y pegamos una foto tuya en la pared para burlarnos de ti mientras hacíamos el amor.

—¡A…A...!

—Y luego brindamos con el vino que tú compraste y me diste a guardar la semana pasada. ¿Y sabes qué? Fue maravilloso y no me arrepiento de nada. Ahora, ¿qué me preguntabas?

Bebé Ruth se puso de pie de un brinco y me miró como si quisiera devorarme, con los ojos plenamente abiertos y las manos listas.

—¡Y todavía me lo dices! ¡Todavía me lo dices! —gritó lanzándome la primera de muchas cachetadas.

En medio de una interminable lluvia de bofetadas e improperios yo me reía a carcajadas, cosa que a ella la indignaba más, y su indignación me provocaba más risa y cuanto más me reía más fuerte me cacheteaba. Mi rostro se sacudía de un lado al otro a merced de sus golpes, alternando mi vista del tránsito que venía al tránsito que iba y viceversa, pero aun así no dejaba de reírme.

Al darse cuenta que las cachetadas que me propinaba no eran suficiente castigo alzó su cartera y la estrelló contra mi cabeza con toda su fuerza. Mala idea. Sus cosas salieron despedidas por el aire, entre ellas su costoso celular recién comprado que cayó en la pista y de inmediato terminó bajo las llantas de una combi.

—¡Mi celular! —fue su grito desgarrador al ver la tortilla de plástico quemado sobre el asfalto.

Mi risa fue menguando poco a poco hasta convertirse en tan sólo una respiración agitada.

Si antes bebé Ruth estaba enojada conmigo, ahora estaba totalmente encrespada. Me gritó:

—¡Se acabó carajo! ¡Se acabó! ¡Adefesio de hombre! ¡No eres más que el producto de una vaca violada por un cerdo con gonorrea! ¡De todos los hombres en el mundo me tuve que meter con semejante mamarracho como tú! ¡Eres la pesadilla que el diablo tuvo después de una borrachera! ¡La diarrea de un demonio con gastritis! ¡Si el Papa te conociera se volvería ateo! ¡Tú no naciste por la vagina sino por el poto de tu madre! ¡Ojalá yo hubiese nacido muerta para no haberte conocido nunca! ¡Prefiero lamer el tumor canceroso de un perro enfermo que volverte a besar! ¡Si el Sol estuviera hecho de caca no sería tan inmundo como tú! ¡Tú… pedazo de… de…! ¡Se acabó! ¡TERMINAMOS!

El pechito de bebé Ruth se inflaba y desinflaba agitadamente puesto que las últimas palabras las había dicho casi sin respirar, incluso había sudado un poco y el rubor de su rostro podía verse a pesar de su piel canela.

—Sólo tengo una duda —le dije.

—¡¿Cuál?!

—Ya no tengo que acompañarte a la clínica, ¿no?

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