Combi
Jergas peruanas:
Combi: Minibús usado para transporte público.
Chifa : Restaurante que vende comida china.
Bronca: Pelea
Las otras jergas son propias de la cultura combi.
El reloj electrónico situado en medio de la avenida Javier Prado marcaba las 5:49 p.m. Era el inicio de la hora punta.
Salí del trabajo con una sólida determinación. Esta vez nada me detendría, nada se iba a interponer entre yo y mi meta, nada me haría cambiar de opinión: Esta vez tomaría una “combi” para irme a mi casa. Ya era hora de deshacerme para siempre del mal hábito de tomar taxis.
Los taxis estaban acabando con mi economía. Desde que por un trágico error a principio del año me habían dado mil soles extra en mi sueldo -los cuales ingenuamente los había tomado como un aumento- me había acostumbrado a los taxis.
Luego, al mes siguiente, por supuesto me dijeron que todo había sido un error y me descontaron los mil soles. De ahí en adelante todo siguió como siempre: el mismo sueldo, el mismo trabajo, la misma ropa, la misma rutina. Salvo que ahora algo había cambiado: me había vuelto adicto a los taxis. Me había acostumbrado a la comodidad del asiento delantero, a no tener que caminar más que unos metros para subirme a uno, a los atajos que el chofer tomaba para llevarme a mi destino, a no tener que esperar más de media hora para llegar a este, a poder fumar si me placía y a no tener que cederle el asiento a ninguna vieja oportunista. Me había acostumbrado a la comodidad. Todo esto era impensable en una combi. El gran problema era que el precio que tenía que pagar para dar este “cómodo salto” a mi casa ascendía a los doce soles.
Pagar doce soles cada día estaba mermando mi presupuesto. Pero es que ya era muy difícil reacostumbrarse a tener que caminar cuadras y cuadras para llegar a aquel caos urbano que era el paradero, donde tienes que competir con todas las pobres almas que allí buscan salir de ese sitio lo más pronto posible y a como dé lugar. Es difícil volver a tener que estar en medio de toda esa manada de seres desesperados, hambrientos por la llegada de un transporte con unos centímetros cuadrados de espacio que los ayude a huir. A tener que saltar como un gato callejero si es que a un chofer se le iba el timón y enrumbada hacia mí en curso de colisión. A tener que descubrir, una vez a bordo del apestoso vehículo, nuevas capacidades de mi cuerpo que hasta ahora me eran desconocidas, como que mis huesos puedes ser estrellados contra fierros cruzados sin romperse; como que mis pies podían girar ciento ochenta grados sin que yo sea el que los mueve; que mi estómago puede soportar una combinación de olores orgánicos nauseabundos que harían vomitar a una cabra; que respirar dióxido de carbono mezclado con sobaco de cholo no me mataba; era casi un superhéroe con superpoderes y no me había dado cuenta hasta que me subí a una combi.
También era difícil aceptar el hecho que dentro de esa lata con ruedas de carne humana a medio descomponer algunas leyes de la física pierden validez, como aquella que dice que la materia es impenetrable, te das cuenta de ello cuando alzas la mirada y ves dos cuerpos humanos en la mitad de un proceso de fusión. Otra ley física que aparentemente no quiso subirse a la combi es la ley de los gases, que en este caso se aplicaría a las personas, pues cuando la puerta del vehículo se abre los pasajeros deberían salir despedidos a través de ella como cuando se destapa un tanque de aire comprimido, pero por alguna razón desconocida nadie sale disparado, la masa de carne y huesos humanos medio fusionados sigue en su misma posición, y para asombro del espectador que aun siga consciente, ¡el cobrador introduce aun a más personas!, con lo que la presión interior de la carne aumenta al punto que los cuerpos empiezan a brillar con una extraña fluorescencia, como si amorfos soles estuvieran naciendo, tal vez resultado de la fusión de sus núcleos atómicos.
Por desgracia el tiempo sigue siendo el mismo. Cada combi tiene colgado sobre el asiento del chofer un calendario para que la gente recuerde cuándo diablos fue que se subió. Incluso algunos pasajeros entran en estado de pupa, como una mariposa, y cuando el capullo se rompe aun no llegan a su destino, pero salen transformados en gringos coloraditos.
Pero basta de descripciones. Yo salí con la determinación de dejar mi adicción a los taxis, soportar el síndrome de abstinencia y reacostumbrarme a las combis. Así es que crucé la avenida Javier Prado y empecé a caminar rumbo al paradero.
Mientras iba andando, mis miedos más recónditos me hablan en el interior de mi cabeza como las voces de un esquizofrénico: ¡Buuuu!... cómbi… —me decían— gente apretujada… pestilencia… gritos… niños… accidentes…
Yo sacudía la cabeza como un loco para sacarme las voces de mi interior, pero poco resultado obtenía.
Finalmente ya faltaban unos metros para llegar a la esquina… y al paradero. Ya se podían escuchar los bocinazos y los gritos anunciando los destinos en un castellano urbano:
—¡Tooobenabidesarcopardoulvalomiraflor! ¡Tooobenabidesarcopardoulvalomiraflor!
—¡¿Habla vas?! ¡Oe, habla pe!
—¡Arranca nomá tá planchao tá planchao!
Di la vuelta a la esquina y me encontré con lo que a primera vista era un mercado egipcio, pero de hecho era el paradero, aunque en cierto modo sí era lo primero: gente desesperada por comprar algo y gente desesperada por vender algo, sólo que lo que aquí se compraba y vendía era el trasporte… si se le puede llamar transporte a ese pequeño minibús diseñado para doce pasajeros, pero en el que se metían veinte.
Me abrí paso entre la gente. A empellones traté de introducirme entre la masa de transeúntes, potenciales pasajeros, vendedores de chicles y torsos humanos que sobresalían de las ventanas de las combis, las que formaban una procesión interminable sin la intención de moverse, a menos que estén lo suficientemente llenas. Y cuando digo llenas me refiero llenas al punto de no saber cuál es el poto de quién en una masa de cabezas y miembros humanos.
El lado derecho de la avenida estaba totalmente ocupado por un torrente de destartalados minibuses, uno pegado detrás del otro, como salmones en un río en época de desove.
Yo traté de luchar por acomodarme en un lugar de la vereda, esquivando a todo el tumulto de gente que subía y bajaba, que iba y venía. Finalmente logré acomodarme en un sitio.
La gente saltaba hacia el interior de las combis y hacia fuera. Cuando el sucio minibús se terminaba de atiborrar de pasajeros, recién entonces el chofer se dignaba a poner su cochina chancleta en el acelerador, lo que hacía que el vehículo -después de tirarse un pedo antiecológico- empezara a moverse lentamente. Sólo para que otra combi tomara su lugar y se estancara en ese mismo sitio hasta que se embutiera de gente otra vez.
Yo me hallaba dentro de la peor pesadilla de Kafka. Hace tiempo que ya no vivía todo aquello y por lo tanto me sentía como un judío que recuerda el holocausto… o peor aun, como un peruano acostumbrado al taxi que tiene que retomar la combi.
Una rata solitaria cruzó raudamente un pequeño rincón de la calle. En medio de su recorrido se detuvo y me miró como diciéndome: ¿tú qué haces aquí?, déjate de huevadas y toma tu taxi nomás, olvídate de todo esto. Una voz dentro de mí me decía: hazle caso a la rata, ¿qué haces aquí luchando contra lo que sabes que no vas a poder vencer? Anda, toma tu taxi, hazle caso a la rata.
Sacudí la cabeza violentamente, convencido que si permanecía más tiempo en ese lugar podría enloquecer.
De pronto divisé mi combi a unos cien metros calle abajo, la combi que me sacaría de todo ese tumulto y me llevaría a mi casa.
Sentí un gran alivio y me acerqué al borde de la acera. A medida que el carro se iba aproximando pude ver algo extraordinario: estaba casi vacío. Sólo con un par de cadáveres en el asiento posterior que seguramente habían fallecido después de haberla tomado en el primer paradero, pero no importaba, ¡había espacio en el interior de ese vehículo! Era un sueño hecho realidad. Después de todo tal vez podría llegar a reacostumbrarme a tomar combis.
Di dos pasos más hacia delante, siempre esquivando a la gente que iba y venía de izquierda a derecha.
Me paré en la punta de la vereda e hice el gesto ancestral que avisa a uno de estos animales mecánicos que deseo subir. Estiré la punta del dedo índice hacia la calle.
Ya estaba yo soñado con que la combi se paraba, deslizaba la puerta hacia atrás y el cobrador, en un gesto galante, me ayudaba a subir indicándome el mejor asiento disponible… cuando de pronto: ¡ZUUMMMMMMM!
El aparato del demonio pasó frente a mí a unos cuatrocientos kilómetros por hora. Poco más y rompe la barrera del sonido. Me dejó hecho un cojudo con el dedo estirado.
Fue entonces que aprendí, o mejor dicho, reaprendí una ley importante de las combis: cuando están vacías, vuelan a su último paradero sin importar a quienes no recogen o con quienes se quedan.
Humillado y acongojado regresé a mi huequito para volver a esperar.
Cuarenta minutos después pude divisar, en la parte trasera de la larga fila de vehículos otra combi que también me llevaría a mi destino. Esta vez no me dejaría engañar. Empujaría a una vieja a la pista si era necesario, pero esa combi tenía que parar y dejarme subir.
Quince minutos más tarde seguía esperando en el mismo punto.
¡Carajo, la fila no avanzaba! Era como si cada chofer se masturbase frente a la luz verde del semáforo, pues se la quedaban mirando sonrientes y no se movían. Contemplaban la luz verde como un astrónomo cuenta cráteres en la Luna. ¿Qué tiene de sexualmente atractiva esa luz verde para que se la queden observando así y no pongan su cochina pezuña en el fierro doblado en L que hace las veces de acelerador?
Mi combi seguía como a unos cien metros detrás de la fila y a mí me estaban invadiendo las ganas de meterme en el río humano que circulaba por la vereda e ir a su encuentro. Pero en vez de eso decidí armarme de paciencia y esperar.
Pasó un rato. Ahora la combi estaba a unos seis metros de mí. Me apresuré a avanzar hacia ella. No estaba tan vacía como la anterior, pero había unos cuantos asientos libres adentro y aparentemente yo era el único que quería tomarla puesto que la gente miraba en otras direcciones a otros vehículos. Mi corazón se llenó de gozo y alegría cuando el carro se detuvo finalmente frente a mí. La luz estaba en verde, pero gracias a su sexy fulgor el chofer no tenía intenciones de moverse de ahí hasta por lo menos haber tenido su primer orgasmo.
Desgraciadamente todo eso cambió cuando la enorme puerta del vehículo se deslizó hacia atrás abriéndose.
¡De repente todo el mundo quiso tomar esa combi!
Yo sentí lo que pareció ser un codazo en las costillas, pero resultó ser la cabeza de un niño cuya madre usaba como objeto contundente para sacarme de su paso. Todo el tumulto de gente cambió su curso y emprendió su frenética subida al vehículo. Era como si a una cañería de alta presión se le hubiera hecho un agujero, sólo que en vez de agua, la sustancia con la que yo luchaba era gente que se peleaba y subía a empellones y codazos a la combi con las puertas abiertas.
Muchas madres lanzaban a sus bebés al interior del vehículo como pelotas de basket para ganarse el derecho a subir. Otras madres, con hijos un poco mayorcitos, los elevaban de las piernas y los blandían como mazas medievales contra los pasajeros adversarios. Una madre tomó a su hijo de los tobillos y empezó a hacerlo girar en el aire lanzando un grito de guerra en lo que me pareció una escena de “Corazón Valiente”. Yo, en medio de todo ese caos de patadas, puñetes e hijazos, trataba de mantenerme en pie pues si me caía iba a ser rematado y posiblemente mi cuero cabelludo cortado como trofeo. Lo único que podía hacer era abrirme pasó hacia delante y subir como sea.
Sentí que alguien me jalaba del cuello de la camisa para hacerme caer, pero le asesté un fuerte codazo en la cara y lo tumbé.
Viendo mi oportunidad di un salto hacia la puerta de la combi aun abierta y me sujeté de los cabellos del cobrador. Me prestaba a subir, cuando en ese preciso momento una madre me lanzó un bebé a la cara con la fuerza de un penal. El pequeño proyectil humano me hizo perder el equilibrio y caer de costado al suelo.
Inmediatamente me cubrí la cabeza y el rostro con las manos y antebrazos y flexioné las piernas haciéndome una bola. Fue la única manera de protegerme de la lluvia de zapatazos y chancletazos que caía encima de mí y a mi costado.
Finalmente el cobrador gritó al chofer: “Carro lleno pisa nomás”.
Y la pesaba puerta lateral del minibús se cerró de golpe amputando algunos miembros que aun sobresalían del vehículo. Y la combi partió enseguida dejándome hecho una bola en el suelo junto con otros caídos que todavía se retorcían por lo hijazos recibidos.
Poco a poco me fui relajando. Saqué mis brazos de encima de mi cabeza y rostro y empecé a estirar las piernas mientras giraba la cabeza para ver los restos del campo de batalla.
La gente siguió transitando como si nada, dando zancadas para esquivar a los que todavía se encontraban en el suelo, como yo.
¡Me rindo! —me dije para mis adentros— Ya hice todo lo posible, no me queda más alternativa que…
Y de pronto mis pensamientos se vieron interrumpidos por una imagen familiar que se acercaba a toda velocidad.
¡Era otra combi! De la misma clase que la que yo debía tomar. Yo conocía ese fenómeno: a veces una combi llena es seguida de cerca por una vacía como algunos peces hambrientos hacen con otros peces de mayor o igual tamaño en el mar. En efecto, las combis a veces forman pequeños cardúmenes en los que una de ellas pasa seguida de cerca de otras.
Esta era mi oportunidad, lo único que tenía que hacer ahora era incorporarme antes que llegue y no dejar que nadie más se me adelante, pero sentía un fuerte dolor en las costillas por la caída.
Finalmente la combi llegó y se detuvo a frente a mí. Yo hacía denodados esfuerzos por lograr ponerme de pie, pero el cobrador viendo que nadie se interesaba en subir y los que pudieran estar interesados yacían caídos en el suelo le dijo al chofer: “Ale nomá no hay puntas, no hay puntas”
Y el chofer puso primera y miró al frente.
¡NOOOOOO! —pensé yo— Esta es mi última oportunidad.
Tenía que impedir que la combi partiera sin mí a como dé lugar, pero no iba a lograr incorporarme a tiempo.
De pronto, veo que a mi costado estaba parada una señorita de unos veintidós años de edad que no estaba usando Jean, sino un pantalón con sujetador de elástico en la cintura.
Era ahora o nunca. Haciendo un notable esfuerzo y aprovechando mi posición baja estiré rápidamente mis manos hacia la cintura de la chica y le bajé el pantalón hasta los tobillos de un solo tirón, llevándome el calzón de encuentro.
El tránsito se detuvo en todo Salaverry. Hasta los pajaritos se quedaron suspendidos en el aire. Fue como detener el tiempo.
Nada se movió y mi combi no fue la excepción. Por un momento todo fue silencio estupefacto, pero un segundo después una cacofonía de silbidos y aullidos ensordecieron toda el área. Fue como si hubiera llegado la hora de tirar de mil chimpancés.
Yo no perdí el tiempo y me incorporé. De un empujón metí la cabeza piojosa del cobrador por la ventana y yo mismo deslicé la puerta del carro hacia atrás. Di un salto hacia el interior y me senté.
¡Listo! ¡Por fin! La distracción había funcionado. ¡Había abordado mi combi
El carro no estaba muy lleno. A decir verdad, me había podido sentar en la primera fila a la izquierda, junto de la ventana, incluso la había podido abrir deslizando el vidrio hacia atrás para recibir una ráfaga de viento contaminado, pero fresco.
Ya nada me importaba. Estaba sentado en el asiento que me gustaba y viajando tranquilo.
Me encontraba recorriendo la avenida “El Ejército” a una velocidad moderada. La combi se paraba en cada esquina para abrir su enorme puerta y dejar subir a los pasajeros.
Cada parada era una lucha casi idéntica a la que yo había tenido que sufrir para subir, pero ahora los que luchaban y sufrían eran los que estaban afuera.
De vez en cuando tenía que esquivar a algún bebé que alguna madre tiraba para ganarse el derecho a subir, pero yo agarraba al bebé y lo volvía a tirar hacia fuera. Por más que el carro se llenase yo ya tenía mi asiento. Ni los gritos, ni la lucha de los pasajeros por abordar en cada paradero, ni los bebés lanzados, ni las viejas con bolsas iban a lograr que yo me moviese de ese “cómodo” asiento que había logrado obtener. Yo ya había echado raíces en ese asiento y nadie me iba a hacer bajar.
La combi se empezó a llenar y llenar. Los pasajeros que subían me arrimaban cada vez más contra la pared del vehículo al punto que mis testículos se pusieron uno sobre otro para acomodarse entre mis piernas, pero nada iba a lograr que abandonase la posición que tanto trabajo me había costado obtener.
De tanto en tanto el tránsito se ponía un poco pesado y era entonces cuando el carro abría su enorme puerta dejando subir a más gente.
Frente a mi asiento había un par de personas sentadas de la manera más antinatural posible. La rodilla de un señor estaba entre mis piernas mientras que las rodillas de la chica de su costado casi se fusionaban con las de la señora que tenía a mi derecha. Y en cada esquina el bendito carro paraba para hacer subir a más gente.
Ya todos los asientos (si se le puede llamar asiento a una estaca acolchada) estaban ocupados, pero igual seguían haciendo subir a más y más gente la cual ya empezaba a formar una masa de circunvalaciones y recovecos de cuerpos que hacían que la combi evoque la imagen de un cerebro humano con ruedas.
Lo que al principio me pareció un asiento cómodo y soportable se había convertido en un potro de tortura mientras la masa de cuerpos humanos apretaba más y más contra las paredes de metal.
¿Una lata de sardinas? ¡Por favor!, ¡las sardinas tienen dignidad! Nosotros éramos “puntas”, y por primera vez se me ocurrió preguntarme si el término “puntas” se refiere a las cabezas de ganado humano o proviene de lo fáciles que son de agrupar un puñado de agujas en un diminuto y estrecho empaque.
Sea como sea yo tenía que armarme de valor y resistencia para soportar cada vez la presión de la carne contra la carne. Mientras el cobrador, cuyo torso sobresalía de la ventana, gritaba: “¡Carro vacío! ¡Carro vacío!, ¿onde vas cuñao?”
Me había armado con la mentalidad de un comando Fuerza Delta para soportar la penuria cuando por ahí alguien soltó un pedo. Y para colmo, quien mierda haya sido quien se lo tiró, lo había hecho cuando la combi estuvo parada llamando a más pasajeros, o sea que el aire que me entraba por la ventana no estaba circulando.
De pronto un hedor a arroz con olluco podrido mezclado con cerveza empezó a inundarlo todo.
Hice un esfuerzo por liberar mi brazo izquierdo y taparme la boca y nariz con todas mis fuerzas para no dejar salir el vómito que se avecinaba.
El cobrador, claro, con el torso fuera del vehículo ni se había dado cuenta del hedor que empezaba a reinar dentro de esa maldita lata, o a lo mejor sí se daba cuenta, pero le era tan familiar que ya se había acostumbrado.
Por desgracia hubo gente que no logró contener sus bocas y las cataratas de vómito no se hicieron esperar.
¡PUTUAAJJJJJ! ¡PUTUAAJJJJJ! ¡PUTUAAJJJJJ!
Aquí y allá. Alaridos de asco. La gente entonces se quiso bajar del carro obedeciendo a su instinto de supervivencia, pero al no haber pagado su pasaje todavía, el chofer pisó el acelerador y la combi se puso en marcha otra vez.
El cobrador, al darse cuenta de la situación trató de disimular y para estar seguro empezó a pedir pasaje a cada uno.
—A ver pasaje, pasaje —empezó a decir.
—¡Qué pasaje ni qué ocho cuartos! ¡Yo me quiero bajar! —dijo alguien por ahí.
—¡Abre! Abre la puerta
—¡Bajan! ¡Bajan!
—¡Oe Cholo de mier bajan!
Pude girar mi cabeza y ver a un pequeño río de vómito, casi un chorrito, deslizarse por el piso de metal de la combi. Entonces supe que la situación era grave, pero ni eso me iba a hacer bajar.
Finalmente la presión de la gente pudo más y el carro se tuvo que detener. Abrió la puerta y un torrente de gente salió disparado.
La chicas con las tetas llenas de vomito salían despavoridas mientras que un hombre le metió un puñete al cobrador mientras bajaba sólo para desahogar.
El puñete dio origen a una respuesta por parte del cobrador. En menos de un minuto no sólo tenía una fila de gente escapando de la combi sino una bronca en la puerta.
El tipo recibió un cabezazo en la mandíbula, pero recio él, le metió otro puñete en la sien al cobrador, el que respondió con otro cabezazo y otro y otro.
Y yo me dije: ¡Aja! Por fin sé para qué les sirve la cabeza. Son como bueyes almizcleros. Usan la parte más dura de sus cuerpos para la lucha.
La evolución debe haber rellenado el interior de sus cráneos con hueso sólido para hacerlos más resistentes a los impactos, pues el pata que inició la pelea cayó desmayado mientras que el cobrador, victorioso, seguía dando cabezazos al aire como una especie de danza de la victoria.
La voz del chofer se hizo oír: “¡Oe vao ya, tanta vaina!”
El cobrador dio una meada sobre el tipo caído para marcar su territorio y se lanzó sobre la combi casi vacía otra vez.
No me importaba el olor a vómito, sólo me sentía aliviado porque nuevamente el carro estaba casi vacío.
Como yo fui el único huevón que no se bajó de la combi me obligaron a limpiar el vómito de los asientos, mientras que el cobrador y el chofer se turnaban para orinar en la calle.
Pero no importa, ese carro ya era mío y nadie me iba a obligar a bajar de él.
Finalmente nos pusimos de nuevo en marcha.
No pasó mucho para que la combi se llenara otra vez. La gente empezó de nuevo a apretujarme contra la pared de la combi cada vez más y más. Las piernas se empezaron a entrecruzar.
La momia “Juanita” estaba más cómoda en su tumba, y me la podía imaginar riéndose de mí.
Las que más sufrían eran las señoritas con minifalda pues tenían que alzar una pierna dejando abajo la otra mostrando a la luz todos sus encantos y por más que intentaban taparse la última fila del carro se había llenado de pajeros mirones que no se perdían ni un solo bache, pues eran en estos cuando se distinguían de qué color eran los calzones. A algunos con caras de enfermos se les salía un líquido blanco por la nariz, pero yo trataba de que nada de eso me afectase.
Cuando de pronto sonó mi celular.
Intenté ignorar la musiquita idiota del aparatito y seguir adelante. La combi empezaba a ganar velocidad.
El celular de nuevo, con su tonito estúpido.
El teléfono estaba en mi bolsillo trasero y no dejaba de sonar. Entonces traté de hacer un esfuerzo por pararme ligeramente. La pobre gente apretada en el pasillo pensó que me iba a bajar pues sus rostros se iluminaron con una esperanza más grande que la que tiene el papa por ir al cielo. Pero su esperanza se convirtió en llanto silencioso cuando vieron que el bulto en mi nalga derecha era un celular y era eso lo que estaba tratando de alcanzar.
Metí con dificultad mis dedos índice y pulgar derecho al bolsillo trasero para sacar el celular. Hice tal esfuerzo por sacarlo y la combi se movía tanto que me sentí cagando un teléfono.
Finalmente me senté y contesté la llamada.
La graciosa voz de mi jefe sonó por el auricular del celular:
—David, hola, oye necesito que regreses porque tenemos una emergencia, ha surgido un nuevo sistema y tenemos que programarlo para mañana, así es que vamos a tener una amanecida y…
Una vorágine de horror se apoderó de mí en ese momento. Mi presión arterial empezó a subir, mi frente comenzó a sudar frío y una perturbadora insensibilidad se fue apoderando de mis piernas, como si mi propio cuerpo se estuviera tratando de auto incapacitarse.
¿¡Qué se supone que tengo que hacer!? —me dije— ¿¡Tengo que volver!? ¿¡Es eso, todo esto fue por gusto!?
Mi jefe siguió hablando, pero yo ya no lo escuchaba. Mi cuerpo se movió por sí solo. En vez de apagar el celular, estiré el brazo hacia atrás sin importar a quien golpeaba y lancé el teléfono con toda mi fuerza a través de la ventana. Pero por desgracia el pequeño aparatito fue a impactar en el espejo retrovisor de otra combi que teníamos a nuestra izquierda. Eso desencadenó la furia y piconería del chofer y cobrador del otro carro que se consideraron bajo ataque.
De pronto ¡CRASH! Una piedra lanzada por nuestra combi vecina le pegó al espejo retrovisor de la combi donde yo viajaba.
El chofer y el cobrador se vieron invadidos por la misma irracional, machista, cojuda piconería de los del carro de al lado y fue entonces cuando el chofer le gritó al cobrador:
—¡Pasa las piedras cuñao!
El cobrador pasó la mano por debajo del asiento y extrajo un saco de plástico lleno de piedras. Le pasó una piedra al chofer y otra para él.
De pronto me encontré inmerso en un combate al estilo Mad Max.
Las dos combis corrían una al lado de la otra lanzándose piedras por la ventana junto con carajos y mentadas de madre. Al parecer el saco de piedras eran municiones comunes en todas las combis.
De pronto ya nada importaba. El sentido comercial había sido dejado atrás por una furia irracional por derribar al oponente.
Los dos vehículos avanzaban zigzagueantes a más de ochenta kilómetros por hora por la avenida sin importar a cuantos carros chocaban o transeúntes atropellaban. Los ejes del carro emitían un sonido de metal rozante mientras que el motor ya no sonaba sino que zumbaba como a punto de estallar, pero nada les importaba a ambos pilotos contrincantes. Esto se había convertido en una batalla por el honor. El ganador sería coronado con el título de “Motor Macho” mientras que el perdedor sería la “Lorna”, el “Pisao”, la burla de todos.
Ambos contrincantes aceleraron a cien kilómetros por hora. Adentro todo era un terremoto. La gente se caía se sus asientos y era inmediatamente pisada por los desesperados pasajeros que se abalanzaban en pos del lugar vacío, pero estos a su vez caían por las violentas sacudidas que daba el vehículo. Los pervertidos aprovechaban la oportunidad para manosear cuanta teta o nalga podían.
Las piedras eran inútiles a esa velocidad. Simplemente había demasiado movimiento. Las dos combis se habían empezado a chocar mutuamente tratándose de sacar de la pista. Me hallaba atrapado en una carrera al estilo Ben Hur, pero urbana.
Yo trataba de coger mi asiento con ambas manos para mantenerme en un solo lugar y no comenzar a rebotar por todos lados como lo estaban haciendo la mayoría de pasajeros.
Por la ventana logré ver a una vieja con andador volando por los aires seguramente atropellada por uno de los vehículos. Tras la vieja pude ver volar a un policía bostezando, seguramente atropellado también.
La sangre de los peatones era limpiada frenéticamente por el limpiaparabrisas mientras que la gente que veía volar a través de la ventaba me hacía pensar en los documentales de tornados que veía en el Discovery Channel, ahí también se veía gente volando.
El degenerado del chofer pisó a fondo el acelerador a la vez que giraba el timón a la izquierda lanzando un grito de batalla.
De pronto se oyó un estallido ensordecedor. El ruido se iba apagando a medida que nos íbamos alejando. La combi empezó a disminuir su velocidad poco a poco.
Entendí entonces que el otro vehículo finalmente se había estrellado. Seguramente con un chifa. Siempre se empotran contra un chifa; no sé si es porque los chinos tienen mala suerte o por la abundancia de estos restaurantes.
El combate había terminado. Ahora nuestro chofer era “Motor Macho” y la mujer de su rival le pertenecía para que hiciera con ella lo que le diera la gana.
Todos se fueron acomodando y recuperando. Algunos pasajeros se habían desnucado en el frenesí de la lucha y ahora yacían inertes en el suelo, pero los demás pasajeros los ignoraban y hacían los cuerpos a un lado para estar más cómodos.
Yo estaba turulato. Ya no podía más, simplemente estiré una moneda de un sol al cobrador y reuniendo fuerzas en la garganta susurré: “Bajan”.
El cobrador cogió la moneda con desdén y me dijo:
—Faltan veinte centavos. Pasaje sol veinte.
Desesperado, saqué un billete de diez soles y prácticamente se lo lancé.
—¡Quédate con el vuelto, pero bajan! ¡Bajan!
La pesada puerta de la combi se abrió y yo bajé. Mi odisea había concluido.
Tomé un taxi y me fui a mi casa.