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Las Aventuras del Mujeriego (número equivocado)


Era un viernes por la tarde y me encontraba cómodamente tirado en mi cama viendo televisión. Con un trago de vodka con naranja en la mano izquierda y el control remoto en la derecha me aprestaba a pasar horas de relajo bien merecido.

De pronto sonó mi celular. Al ver la pantalla leí “El Mujeriego”, apodo que le había puesto a mi amigo Blas Rodríguez, pues desde que lo conozco hace cinco años no hace otra cosa que corretear a cuanta mujer se le cruce en el camino.

Contesté el celular.

—Hola Blas, ¿Cómo estás?

—¡Sujeto inescrupuloso y de mal vivir!

—Y de poca madre[1] —agregué.

—Así eres tú.

A Blas le gustaba pensar que todos eran tan perros como él.

Después de nuestro saludo ritual le pregunté:

—Y… Blas ¿Qué te cuentas?

—Sujeto, encontré lo que buscabas —me dijo entusiasmadísimo.

—¿Ah sí? ¿Y se puede saber qué es lo que yo andaba buscando?

—¡Ay David! ¿No te acuerdas que el otro día te propuse ir donde unas putas?

—Sí, sí recuerdo.

—Y tú, todo petulante, me dijiste que eso no te atraía, que no te gustaba pagar por sexo… a menos que se trate de una belleza. ¿Te acuerdas?

—Bueno, pues sí —respondí dando un sorbo a mi vodka con naranja.

—Pues adivina qué, ¡acabo de encontrar a la puta de tus sueños! —proclamó Blas triunfante.

Al escuchar esto bajé mi vaso y me incorporé sobre la cama. De repente se me despertó el interés.

—¿De qué estás hablando, Blas?

—¡Aaaahh! Ahora sí te interesa, ¿no?

—Un poco, sí es cierto —le admití.

—Pero cuando yo te decía para ir a…

—¡Habla de una vez carajo!

—Bueno. Estuve navegando en Internet y encontré un anuncio de una putita joven, delgada y bonita que ofrece sus servicios en su casa de Lince.

—¿Es su casa? —pregunté sorprendido.

—Así es. Nada de cuchitriles ni hostales baratos. Ella ofrece sus servicios en su casa.

—Pero… ¿Estás seguro? —dije escéptico.

—Mira, hacemos una cosa. Son las cinco de la tarde, yo todavía sigo en mi trabajo. ¿Por qué no nos encontramos frente a su casa a las seis en punto? Tocamos la puerta. Si algo no nos gusta, entonces nos regresamos.

—Bueno…, no lo sé…

—¡Anímate! —insistió el Mujeriego.

—Bueno, ¿pero, nos atenderá a los dos?

—Primero te atiendes tú y luego yo. Ella de seguro no va a estar sola. Tú sabes que siempre hay un hombre que cuida. Mientras nos portemos bien no habrá ningún problema. Tú te atiendes con ella y yo te espero en la sala, luego me atiendo yo y listo. Los dos felices. Después de eso, nos podemos ir a tomar unas cervezas para comentar.

La verdad el plan no sonaba nada mal.

—Ahora bien —continuó Blas— si ella quiere atendernos a los dos al mismo tiempo estaría perfecto, haríamos un trío.

—¡Un trío…! —exclamé con grato interés— ¿y dices que es muy bonita?

—Según la foto con la que se promociona en internet, es blanca, castaña, delgada y de cara bonita. Eso sí, es un poco cara, cobra ciento veinte soles.

—Bueno, si ella es como tú dices, entonces sí pagaría eso.

—Entonces, ¿quedamos así?

—Ok, ¿dónde tengo que ir?

—Su casa queda en la avenida Petit Thouars 1734. Ahí nos encontramos. Posiblemente no sea la única que trabaja ahí, pero por si acaso su nombre es Carmen.

—Carmen. Ok, ahí nos vemos. Chau.

—Qué bueno que te animas por fin, sujeto.

Apenas colgué el celular fui corriendo al baño. Me duché con esmero, me perfumé y me peiné. Saliendo del baño fui a mi guardarropa y me puse mis prendas más elegantes, pero informales.

Después de todo ese acicalamiento parecía que iba a una cita con la mujer de mis sueños y no con una prostituta.

A las seis de la tarde me encontraba puntual en la dirección acordada, parado en la acera de una avenida llena de actividad y bullicio, con gente y carros que iban y venían. Todo a mí alrededor era una cacofonía de voces, motores y bocinas. Frente a mí había una casa con el número 1734, donde según mi amigo Blas, ejercía su oficio una de las putas más bellas de Lima. Era una casa chica de un solo piso, algo antigua y descuidada, con una puerta que daba directamente a la calle. Las ventanas estaban cerradas al igual que las cortinas, signo que adentro ocurrían cosas privadas.

Me sentía nervioso porque ya eran las seis y cuarto y El Mujeriego no llegaba, por lo que encendí un cigarrillo y empecé a fumar.

Dieron las seis y media cuando terminé mi segundo cigarrillo, y este miserable de Blas no llegaba, ni tampoco llamaba.

Cogí el celular para llamarlo, pero enseguida cambié de opinión y lo guardé. No necesitaba del Mujeriego para tocar la puerta y preguntar por Carmen. Si él se demoraba era su problema.

Me armé de valor y llamé a la puerta de la casa.

Efectivamente, me abrió una muchacha lindísima, de unos veinte años de edad. Era blanca, pero bronceada, de cabello largo castaño y figura esbelta, como si frecuentara a un gimnasio. Tenía una mirada algo felina, intensificada por el maquillaje negro alrededor de sus ojos, los que armonizaban con su sensual boquita de labio inferior más grueso.

¡Pequeña Gatúbela! —pensé yo con el corazón exaltado.

—¿Sí? ¿Qué desea? —preguntó la chica con tono desenfadado.

—Vengo por el aviso —respondí yo, refiriéndome al aviso que ella había puesto en internet promocionándose.

—¡Ah! Claro. Pase —me invitó.

Yo entré detrás de ella y cerré la puerta.

El interior de la casa era bastante normal. En la sala había muebles viejos alrededor de una alfombra desteñida, y sobre esta había una mesita de café con una laptop prendida. También había una mesa comedor, cuadros en las paredes, vitrinas con copas, todo era muy familiar. Me llamó la atención el hecho de que aparentemente se encontrara sola. No había a la vista otras chicas, ni ningún hombre que les sirviera como protección. Aunque podrían estar en otra estancia de la casa.

—Me dice que viene por el aviso, ¿no es así? —me preguntó ella.

—Sí… ¿Dónde lo vamos a hacer?

—Aquí nomás —me dijo señalando la vieja alfombra.

Vaya —pensé yo— en la alfombra… no es nada común, pero cuanto menos convencional sea el sexo, mejor.

De pronto se escuchó un timbre de teléfono proveniente de una de las habitaciones del fondo de la casa.

—Es mi celular —dijo la chica— usted vaya empezando, yo voy a contestar y enseguida lo atiendo.

Y dicho esto, la chica se fue caminando por un pasadizo y se metió en una habitación.

Yo estaba en mi gloria. Empecé por quitarme los zapatos y las medias, luego el pantalón y la camisa…

Cuando quedé completamente desnudo, me senté en uno de los sofás a esperar que Carmen volviese. Desde la sala se la podía escuchar conversando animadamente por su celular.

Miré la mesita de café situada frente a mí y pensé que sería un estorbo al momento de hacerlo sobre la alfombra, pero qué más da. Aunque entre ella y yo la podríamos mover a un lado para tener más espacio y así nuestras pieles desnudas no entrarían en contacto con el suelo frio.

Me encontraba en medio de una nerviosa expectativa cuando una melodía empezó a sonar entre mis ropas tiradas desordenadamente en el suelo. Era mi propio celular.

Empecé a rebuscar el aparatito entre los bolsillos de mi casaca y lo extraje. Quien me llamaba era Blas, el Mujeriego. Contesté y hablé de inmediato:

—Oye Blas, tenías razón…

—David, ¿dónde estás?

—Ya estoy adentro de la casa. Oye, tenías razón. La chica está como uno quiere. Es un bombón, una belleza…

—¡David! —me interrumpió agitado— ¡He cometido un error! ¡La casa no es la 1734, es la 1739! ¡Estás en la casa equivocada!

Al escuchar esto me quedé frío, paralizado. Sólo atiné a decir:

—Es una broma, ¿verdad?

En ese instante un grito agudo me hizo saltar hasta el techo. Frente a mí estaba la chica con la boca y los ojos bien abiertos en un gesto de horror y desconcierto.

Nos quedamos mirando por un par de segundos sin saber qué hacer o qué decir.

—¡Por Dios! —chilló la chica— ¡Qué está usted haciendo! ¿¡Se ha vuelto loco!? ¿¡Por qué está desnudo!?

—¡Perdón, perdón, señorita, yo pensé que usted era una puta!

—¡QUÉ COSA! ¡¿Usted no ha venido a reparar la computadora?!

—La compu…

Sólo entonces me di cuenta. Miré a la laptop que estaba sobre la mesita de café. Estaba ahí lista para ser reparada.

—¡Vístase! ¡Dios mío! ¡Voy a llamar a la policía!

—No señorita, no haga eso —le supliqué—. Si quiere le arreglo la computadora, soy técnico en computación, lo que pasa es que yo pensé que usted era una linda puta.

—¡Deje de decirme eso! ¡Váyase, váyase! —gritaba histérica.

—¿Su laptop usa Windows 7 o Vista?

—¡¡Largo de mi casa!!

De pronto la puerta de la calle se abrió, y un hombre maduro, de unos cuarenta y ocho años, entró llevando en sus manos dos cajas de pollo a la brasa recién preparado. Lo supe por el olor.

Era el padre de la joven.

El señor se detuvo en seco, estupefacto al ver aquella escena. Su desconcertada mirada se posó primero en mí y luego en el asustado rostro de su hija. Los ojos se le encendieron con una furia asesina.

—¡¡Maldito!! ¡¡Qué quieres con mi hija!! —me gritó.

Y se abalanzó contra mí, aun sujetando los paquetes.

Mi reacción fue inmediata e instintiva. Agarré la laptop que estaba sobre la mesita de café y se la lancé con todas mis fuerzas. La computadora portátil se estrelló contra la cara del iracundo señor y lo hizo tropezarse con la alfombra; cayó de bruces y los pollos a la brasa terminaron rodando por el suelo.

Temeroso por mi vida, y al ver que el hombre trataba de ponerse de pie, cogí uno de los pollos que había caído cerca de mí y lo aplasté violentamente contra su rostro como cuando se trata de ahogar a una persona con una almohada. Con una de mis manos jalaba de su nuca y con la otra presionaba el pollo contra su cara. Prácticamente se lo hice comer.

El señor pataleaba frenéticamente tratando de respirar, por lo que tuve que atragantarle otro pollo que encontré a la mano para poder someterlo. La chica gritaba y me lanzaba a la cabeza cuanto cojín encontraba a su alrededor.

—¡Maniático! ¡Psicópata! —me chillaba— ¡Deja a mi papá! ¡Lo estás matando! ¡Lo estás matando!

Aprovechando que el padre estaba cegado por la grasa y falto de aire, agarré lo que pude de mi ropa y me fugué de ahí lo más rápido que pude.

Huía corriendo por la calle ante la mirada atónita de toda la gente.

Llegando cerca de la esquina y sin dejar de correr, me volví para cerciorarme de que no me perseguían y fue entonces cuando me estrellé contra el Mujeriego, que me había estado buscado.

La ropa que traía en las manos salió volando y los dos caímos al suelo.

Tendido desnudo en medio de la calle, lo único que hice fue sentarme de inmediato, mirarlo a la cara y decirle:

—¡Eres un payaso! ¡Cómo te vienes a equivocar en algo así!

Pero el Mujeriego no me miraba a mí. Miraba asustado por encima de mi hombro.

De pronto sentí un fuerte golpe en la sien derecha. Era el señor, que me había alcanzado.

Me lanzó otro golpe en la cabeza, y otro y otro más.

Pero sus golpes no me dolían, al menos no en ese momento. Lo que más me abrumaba era el olor a pollo a la brasa que despedía mi atacante.

En medio de una lluvia de golpes e insultos traté de ponerme de pie, pero no pude, por lo que mi mejor táctica de defensa fue escurrirme por entre las piernas del señor. Pero este enseguida se volteaba para seguirme pegando, entonces yo volvía a escurrirme entre sus piernas, pero el hombre otra vez se daba vuelta tratando de alcanzarme, y así lo hice como cuatro veces. Fue la manera más eficiente de evitar los golpes.

—¡Quédate quieto! —me ordenó mi agresor.

Obviamente no le iba a obedecer.

La gente nos miraba atónita y estupefacta, sin saber cómo reaccionar ante “la pelea” de un escurridizo calato y un señor con la cara cubierta de pollo a la brasa.

Si en ese momento hubiese aparecido en el cielo un platillo volador del tamaño del estadio nacional, nadie le hubiera prestado atención.

El Mujeriego no sabía qué hacer.

Finalmente apareció un patrullero que frenó a nuestro lado con un chirrido agudo. De la patrulla se bajó un policía maduro y rechoncho. Su compañero, un poco más joven, también bajó para apoyarlo.

Los policías nos separaron.

—¡Qué pasa aquí carajo! —rebuznó el agente mayor.

—¡Este desgraciado quería violar a mi hija! —me acusó el señor señalándome con el dedo.

—¡No señor, no! —le dije de inmediato— ¡Yo no quería violar a nadie! Yo pensé que su hija era una prostituta.

Los policías tuvieron que usar todos sus esfuerzos para contener al señor que se puso como un toro, aunque yo sólo había dicho la verdad.

Al final lo pudieron contener, no sin antes yo recibir un buen golpe en la cara.

Mientras esposaban al señor yo traté de aclarar las cosas:

—Mire jefe, aquí mi amigo Blas… —y señalé al Mujeriego, que hacía gestos con las manos como diciendo No me metas en esto—, mi amigo Blas me dijo que fuera a la casa del señor…

—¡¡Con que tú eres su cómplice!! —le vociferó el padre de la chica a Blas.

—Yo no soy cómplice de nada… —dijo Blas asustado— yo… nosotros… es que… nos equivocamos y ...

—¡Cállense todos carajo! —gritó el policía mayor— esto lo resolvemos en la comisaría. ¡Y usted, tápese! ¿No se da cuenta que está calato?

Me apresuré a recoger mi pantalón y mi camisa que eran las únicas prendas que había podido agarrar antes de emprender mi veloz huida.

Mientras me ponía el pantalón levanté la vista para ver a la gente que me rodeaba. La mayoría me apuntaban con sus celulares mientras sonreían.

Esto ya debe ser la nueva sensación en YouTube —pensé yo.

Hasta un ropavejero que pasó pedaleando en su triciclo no dejaba de filmar la escena con su Smartphone.

Blas miraba la patrulla con horror. Si terminaba en la comisaría era probable que su mujer acabara por enterarse de todo el asunto, es decir, de nuestras intenciones de hacer un pan con pescado con una prostituta. La esposa del Mujeriego es una de las mujeres más celosas que he conocido; puede perdonarle todo a su marido, menos que por su mente cruce la posibilidad de relacionarse con otra mujer. Ironías de la vida les dicen.

Los policías le habían ordenado al señor que se metiera en la patrulla, pero el hombre se rehusaba y mientras forcejeaba con el agente más joven vociferaba:

—¡Yo no me meto ahí carajo! ¡Los culpables son ellos! ¡Llévenselos a ellos!

De pronto se escuchó una voz femenina gritar:

—¡Papá! ¡Papá! ¡No se lleven a mi papá, él no ha hecho nada!

Era la muchacha, que venía corriendo hacia nosotros desesperada.

—¡Ahí viene mi hija! —dijo el señor— ¡Ella confirmará lo que he dicho!

La chica llegó agitada y jadeante, e inmediatamente abrazó a su padre. Enseguida le suplicó al policía más viejo:

—¡Señor, no se lleve a mi papá! ¡Él no ha hecho nada!

—¡Diles, hija, diles! ¡Diles cómo este maldito te quería violar! —exclamó el hombre señalándome con el mentón.

La joven, al oír esto, soltó a su padre y lo miró extrañada.

—¿Violar? papá, qué estás diciendo, nadie me ha querido violar.

A Blas y a mí se nos llenó de alivió el corazón. Los policías se quedaron mirando al hombre cubierto de grasa de pollo.

—¡Pero hija, cuando yo entré a la casa, este imbécil —y me volvió a señalar con la barbilla— estaba calato, con lo huevos colgando delante de ti! ¿Por qué estaba así? ¿Tienes algo con él?

—¡No, yo no…!

—¿Por qué estaba calato entonces?

—Es que… no sé…

—Ya se lo había dicho, jefe —intervine dirigiéndome al policía—. Todo ha sido un mal entendido.

Y entonces lo conté todo, tratando de sonar lo más respetuoso posible.

Las autoridades me escucharon con atención. Al final le preguntaron a la chica:

—¿Es cierto lo que dice? ¿No te quiso hacer nada?

La joven, si bien estaba enojada conmigo, tuvo el buen sentido de confirmar mis alegatos.

El señor miró al cielo sintiendo una mezcla de ofuscación y vergüenza. Pero, a pesar de que todo había quedado aclarado, todavía estaba empeñado en hacerme caer.

—¡Está bien! —aceptó el hombre mientras le retiraban las esposas—, pero de todas maneras estos no se pueden ir. ¡Este bastardo me lanzó una computadora a la cara!

—Señor —me apresuré a decir— le tuve que lanzar la laptop porque usted se me venía encima, me quería matar. Fue en defensa propia.

—¡Pero me la rompiste!

—¿Qué cosa? ¿La computadora o la nariz?

—¡La computadora, hijo de puta!

—Se la lancé porque usted me quería matar —respondí alzando las manos en un gesto de obviedad.

—¡Porque pensé que ibas a violar a mi hija!

El agente mayor, viendo que todo volvía a empezar, intervino.

—¡El señor tiene razón! —sentenció.

—¿Cómo? —pregunté sin poderlo creer.

—El señor y su hija se pueden ir, pero ustedes dos no —dijo señalándonos a Blas y a mí— tú y tu amigo se me vienen conmigo a la comisaría.

Una sonrisa de malvada satisfacción se dibujó en el rostro del padre de chica.

—Pero jefe… —traté de razonar.

Era en vano. El policía ya había decidido nuestro futuro inmediato.

—¡Nada! ¡Ustedes han atentado contra el pudor, el derecho y las buenas costumbres! ¡Así es que los dos se vienen conmigo a la comisaría!

El pánico volvió a apoderarse de Blas.

—Señorita —prosiguió el oficial sacando una libreta de su bolsillo— a ver, dígame su nombre completo.

—Sheila Alegra Chancay Gustosa —dijo la chica sin respirar.

El policía no levantó la vista de su libreta, pero tampoco escribió nada, se quedó pensado inmóvil. Luego escribió lo dictado por la muchacha. Después le preguntó su nombre y teléfono al padre. Este se los dio.

—Bueno señor, vaya usted con su hija, nosotros nos llevamos a estos a la jefatura.

—Pero… —de nuevo yo.

—¡Pero nada! —me espetó el policía— ¡Ustedes, indecentes, inmorales, se van a la comisaría!

Y nos metieron a la patrulla.

El señor se fue caminando con su hija, y Blas y yo nos fuimos en la parte posterior del patrullero. Supuestamente arrestados. Pero no llegamos muy lejos. El policía avanzó unas cuantas cuadras y luego se estacionó a un lado de la acera. Nos pidió el dinero que le íbamos a pagar a la verdadera putita y enseguida nos botó del carro como a perros.

Ahí terminaron nuestros doscientos cuarenta soles.

Una puta que resulta no ser puta, un policía que resulta ser ladrón, y un pobre parroquiano que termina sin zapatos ni calzón. Sólo un día más.

[1] Jerga mexicana. De poca madre: De poca moral.

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