El Castillo Negro
Lo que escribo a continuación es una historia increíble y sé que la mayoría que lea esto pensará que lo estoy inventando o que quizá estoy loco, son libres de hacerlo, porque a veces yo mismo creo que lo vivido no fue real sino un mal sueño, pero en el fondo sé que fui testigo de cosas que escapan a la naturaleza y se internan en mundos de pesadillas de cuya existencia aún no tenemos conciencia.
Mi nombre es Godric Crookes, era otoño de 1917 y en ese entonces tenía veintidós años. Yo era un soldado británico al que se le había encomendado una misión: Llevar un sobre cerrado de vital importancia a un señor llamado Dumont Arseneau, del que los soldados decían era un brujo que practicaba la magia negra para resucitar a su difunta esposa que murió de tuberculosis. En todo caso yo no hacía mucho caso a los rumores.
Yo no sabía qué contenía el sobre, era "Clasificado", tenía que entregárselo en las manos al señor Dumont y esperar que él me diera la respuesta en otro sobre cerrado.
El señor Dumont vivía en un castillo negro y derruido que se alzaba sobre un islote a unos doscientos metros mar adentro. Entre el islote y la costa había un puente natural de piedra, el cual empecé a cruzar. Eran cerca de las seis y treinta de la tarde y las olas rompían violentamente contra el puente de piedra. El sobre estaba a salvo de salpicaduras dentro de mi morral de cuero con sus correas cruzadas sobre mi pecho.
Yo caminaba torpemente por el puente natural mientras veía el cielo completamente encapotado y lleno de nubes negras. Iba a llover. Tenía que tener cuidado de no doblarme un tobillo, pues el piso no era llano y las olas que rompían contra el punte de piedra me hacían la tarea más difícil porque me salpicaban agua a la cara. Faltando cincuenta metros para llegar a las puertas del castillo me detuve un momento a observarlo. Era enorme, completamente hecho de piedra negra; se veía antiguo, muy antiguo, de otra época, con muchas partes derruidas y bastantes grietas; las pocas ventanas que logré distinguir tenían forma de arco y eran bastante altas; los sillares del castillo eran piedras de gran tamaño y rectangulares; en la parte oriental de la edificación se alzaba una única torre, bastante alta y con un trémula luz asomándose por la única ventana, la única ventana con dos hojas de madera y hoyos en forma de rombo.
Finalmente empezó una lluvia torrencial. Llegué al islote y caminé hasta las puertas del castillo, estas poseían grandes aldabas de hierro que consistían en la cara de un demonio con una argolla sostenida en su boca. Usando la aldaba toqué la puerta lo más fuerte que pude y esperé. Esperé y nada pasaba, por lo que toqué de nuevo dando cinco golpes. Nada. Yo estaba empapado por la lluvia, pero no me podía ir, tenía que cumplir con mi misión, así es que esperé. Cuando estaba a punto de tocar nuevamente una de las hojas de la puerta se abrió haciendo chirriar sus goznes y un anciano alto, delgado, de pelo blanco, largo y ralo apareció en el umbral, el viejo estaba muy bien afeitado, usaba una capa negra con interior rojo y sus ropas se hallaban muy usadas. En su mano izquierda sostenía una pequeña antorcha.
—¡¿Es usted el señor Dumont Arseneau?! —grité para dejarme oír entre la lluvia.
El hombre no contestó de inmediato. Miró al cielo y luego me miró a mí.
—¡Está lloviendo mucho! —respondió con un acento francés— ¡Será mejor que entre!
Me dejó pasar al castillo y echó seguro a la puerta. Noté que me encontraba en una instancia grande, cuadrada y muy oscura, además de húmeda. La única luz que alumbraba provenía de la antorcha que mi anfitrión sostenía. El suelo era de piedras lisas, un poco resbaladizas. El hombre se dirigió hacia mí.
—¿Quién es usted, joven?
—Mi nombre es Godric. Pertenezco al ejercito británico y traigo un mensaje para el señor Dumont Arseneau, ¿es usted?
—Sí, soy yo.
Me apresuré a sacar el sobre tamaño oficio con sello de cera.
—Entonces, esto es para usted.
El señor Dumont tomó el sobre y lo examinó muy de cerca, se notaba que era corto de vista, mas no llevaba gafas.
—Muy bien —dijo—, lo revisaré en mi estudio.
—Señor Dumont, necesito una respuesta por escrito para llevarla ante mis superiores.
El anciano me clavó una mirada con gesto adusto y los ojos bien abiertos, y esa mirada duró unos segundos. Fue una mirada inquietante.
—¿Hay algún problema, señor Dumont? —le pregunté.
Dumont bajó la vista y se quedó pensando un rato en silencio. Luego me miró y con voz grave me dijo:
—Sí, puede haber un problema, pero eso depende de cuan valiente sea usted, jovencito.
Yo lo miré extrañado y un poco asustado, pero lo último no se lo dejé notar.
—Dígame cuál es el problema, señor.
—El problema es que mi estudio está en la parte más alta de la torre, pero para acceder a este debemos cruzar por el segundo piso. Y ese piso contiene...
Hizo una pausa mirando al suelo, como queriendo buscar la palabra correcta.
—¿Qué hay en el segundo piso? —le pregunté yo.
—Abominaciones —respondió él con un susurro.
—¿Abominaciones?
—Mientras usted, joven, permanezca a mi lado no le harán daño, pero querrán hacérselo, mas yo lo impediré.
Me empecé a poner nervioso.
—No sé de lo que habla, señor Dumont, pero si existe algún problema yo lo puedo esperar aquí.
—No, no puede. Ellas ya lo han oído. Saben que usted está acá. En cuanto yo me separe de usted bajarán y lo devorarán. Es necesario que venga conmigo hasta mi estudio, espero que usted sea hombre de temple y no le afecte mucho lo que va a ver.
Yo no sabía qué pensar. Tal vez el viejo estaba loco, pero si lo estaba, entonces, ¿por qué el ejército británico le mandaría un mensaje?
Por unos momentos reinó un silencio en el cual el viejo me empezó a observar de pies a cabeza, como si observando mi cuerpo pudiese él adivinar mi carácter.
—¿Y qué es lo que voy a ver, señor Dumont? ¿Quiénes son "ellas"?
—Veo que está usted armado —me dijo.
En efecto, yo portaba una pistola Webley & Scott MK1 de siete tiros.
—Cuando las vea —me dijo el anciano— aguante la tentación se usar su arma, porque si dispara contra una de ellas las demás se enfurecerán y lo atacarán sin vacilación y yo no podré hacer nada.
Todo este asunto ya me parecía demasiado extraño, ¿a quienes se refería Dumont? ¿De quienes me iba a resguardar?
—Aún no me ha dicho quiénes son ellas, señor Dumont.
Dumont se me quedó mirando y dijo:
—Desde que estoy tratando de traer a mi esposa de la séptima dimensión he cometido varios errores, crasos errores, y en vez de traer a mi amada esposa terminé por traerlas a ellas. Fue poco a poco, un intento un error, por más acuciosos que eran mis procedimientos siempre terminaba con una versión decadente de ella, mi esposa. Los errores se fueron acumulando, y mis deudas con aquellos seres que me ayudan también fueron creciendo, hasta que decidí encerrarlos en una habitación oscura, protegida por un hechizo y a ellas las dejaré morir de hambre.
Dumont hizo una pausa y me echó una mirada.
—Es usted un hombre infortunado, joven Godric. Pero basta de divagaciones, vamos a mi estudio, usted colóquese detrás de mí, casi pegado a mi espalda. Bien, subamos las escaleras.
Llegamos a las escaleras y empezamos a subirlas tramo por tramo. A cada tramo mi ansiedad crecía y Dumont lo notaba.
—Recuerde —me dijo— no use su arma.
—De acuerdo.
Cuando por fin subimos los cuatro tramos de escaleras desembocamos en una estancia grande y de techo alto. Inmediatamente de la oscuridad surgieron mujeres horriblemente deformes, esqueléticas y desnudas, emitiendo roncos estertores y siseos como de serpiente. Una de ellas caminaba hacia mí torpemente pues el tronco de otra mujer surgía de su vagina y esta última me miraba con una macabra sonrisa, eran como siamesas del infierno. Otra de ellas venía balanceándose sin ojos ni cuencas vacías, pero con unos dientes prominentes e irregulares proyectados hacia afuera. Una tercera mujer, huesuda como un esqueleto con piel blanca, tenía las articulaciones dobladas de forma antinatural, lo que la hacía moverse como un insecto cuadrúpedo, tenía el pelo largo, negro y enmarañado. Una cuarta se arrastraba por el suelo, pues no tenía pelvis ni piernas, sólo cabeza, tronco y brazos, y su cara estaba repleta de dedos largos y movedizos, poseía dos bocas, una a cada lado de la cara. En el lado izquierdo de la estancia surgió otra mujer, tenía dos cabezas, una viva y la otra muerta colgando del cuello, su rostro no tenía expresión. De otro rincón surgió otra arrastrándose por el suelo, mitad mujer mitad gusano, me hizo recordar a Medusa.
Todas eran iluminadas por el trémulo fulgor de la antorcha de mi anfitrión y se acercaban, como si yo fuera un regalo para sus hambrientas bocas. Yo ya tenía la mano derecha sobre la funda de mi pistola, pero Dumont intervino.
—¡DUNTORÓN! ¡ARMADICUS! —dijo mi anfitrión moviendo la antorcha de un lado a otro.
Las mujeres se detuvieron y empezaron a sisear con furia.
—¡DUNTORÓN! ¡DUNTORÓN!
Ignoro qué tipo de lenguaje era ese, pero hizo que las monstruosas mujeres retrocedieran hasta la oscuridad, mas en ese momento, una puerta de madera grande y pesada que yo no había notado antes empezó a ser aporreada desde adentro. Tal puerta se hallaba en la pared izquierda de la estancia, y algo había detrás de ella, algo que deseaba salir con vehemencia y aporreaba la puerta haciéndola vibrar a la vez que emitía espeluznantes gritos guturales que se mezclaban con chillidos porcinos. Yo no le pregunté a Dumont qué cosa se hallaba detrás de esa puerta, lo único que yo quería era salir de ahí lo más pronto posible, pero primero debíamos ir al estudio que estaba en lo más alto de la única torre del castillo.
—Ahora colócate delante de mí —me dijo Dumont.
Yo lo obedecí. Y así empezamos a subir una larga escalera de caracol formada de piedra gris.
—Señor Dumont, ¿su estudio está al final de esta escalera?
—Sí.
—Después de que usted haya redactado el mensaje de respuesta, me acompañará a la puerta, ¿no es así?
—Por supuesto, joven, si no lo hago se lo comerían vivo.
Mientras subíamos los interminables escalones recordé la puerta de la estancia anterior y me atreví a preguntar.
—Señor Dumont, ¿qué hay detrás de esa puerta de abajo?
El hombre dio un largo suspiro.
—Es difícil de explicar a alguien que no tiene ningún conocimiento de estas ciencias..., digamos que son mis ayudantes.
—¿Sus ayudantes?
—Mediocres ayudantes, ya has visto lo que lograron por tratar de recuperar a mi esposa. Esas mujeres que viste abajo son intentos fallidos de esos ayudantes... y míos. Los he encerrado ahí porque... —hizo una larga pausa— porque así los mantengo bajo mi control.
Ya se podía apreciar el resplandor de las velas que alumbraban el estudio de Dumont. La puerta estaba abierta, pero cuando finalmente llegamos, grande fue mi sorpresa al encontrar a otra persona ahí. Se trataba de un hombre grande, de barba negra y bigotes, usaba una capa verde oliva. Yo le calculé unos cincuenta años. Se hallaba sentado frente a una mesa redonda sobre la cual había papeles, una lupa, un par de libros, dos vasos y una botella de vodka a medio tomar.
—Joven Godric —dijo Dumont— le presento al señor Rafal Raskolnikov.
—Buenas noches, señor Rafal —le estreché la mano.
El estudio de Dumont era de estructura cilíndrica y estaba lleno de candelabros que le daban una buena iluminación. Había estantes llenos de libros cuyos títulos no alcanzaba a leer. En otra pequeña mesa había montones de más libros, todos ellos viejos, pero grandes y forrados de un material que parecía piel lampiña.
Para mi tranquilidad, Dumont cerró la puerta del estudio. Luego se sentó en la mesa frente a su amigo y se dispuso a abrir el sobre que yo le había dado, pero en ese momento el hombre grande le empezó a hablar en ruso.
Yo seguí parado junto a la puerta sin entender nada de lo que ese hombre decía, pero su tono de voz era apremiante y gesticulaba mucho. Al parecer mi llegada había interrumpido la charla de Dumont y su amigo. Dumont se olvidó del sobre y lo puso a un lado y respondió también el ruso. Los dos hombres se enfrascaron en una discusión en un idioma que yo no podía entender. Yo sólo miraba el sobre y rogaba para que Dumont lo abriera de una vez, redacte la respuesta en otro sobre y me acompañase a la puerta. Me sentía desesperado por salir del castillo, pero Dumont y Rafal no dejaban de hablar, era como si se hubiesen olvidado de mí. Como ya dije, yo no entendía nada de lo que ambos hombres hablaban, pero las gesticulaciones de Rafal se volvían cada vez más violentas mientras que Dumont permanecía tranquilo y negaba con la cabeza. En cierto momento Rafal señaló a la pila de libros que mi anfitrión tenía sobre una mesita y luego dirigió su dedo al techo, como queriendo señalar al cielo. Dumont daba tragos a su vaso de vodka y negaba con la cabeza tranquilamente. Rafal, en cambio, estaba airado. Dumont dijo algo en ruso que al parecer no le gustó nada a su amigo, el cual respondió agitadamente en voz alta, como si estuviera maldiciendo. Pero Dumont seguía de lo más tranquilo, apoyando el codo sobre la mesa y dando traguitos a su vaso de vodka. Luego Dumont habló por unos segundos en un ruso perfecto. Su amigo se lo quedó mirando, se levantó de la mesa, sacó un revólver de sus ropas y le descerrajó un balazo en la cabeza a Dumont, quien cayó al suelo muerto.
De pronto lejanos estertores y siseos se escucharon escaleras abajo. Yo saqué mi pistola y le apunté al asesino.
—¡Arroje el arma ya! —le ordené.
Pero Rafal no se asustó, guardó su revólver con toda calma. Los estertores y siseos seguían escuchándose a lo lejos.
—¡¿Por qué lo ha hecho?! ¡Responda! —le grité sin dejarle de apuntar.
—Usted no saber nada, soldado —me respondió en mi lengua materna.
—No sé nada de qué —repuse.
—Dumont no saber qué hacer —dijo en un inglés masticado— Dumont traer cosas del exterior, cosas peligrosas. El queriendo traer de vuelta a su esposa muerta, pero usaba seres del exterior. Por favor, bajar pistola, yo no hacerle daño a usted.
Lo pensé por un momento. Rafal me miraba con rostro suplicante. Empecé a bajar el arma poco a poco, pero no la guardé en su estuche, la mantuve en la mano con el dedo en el gatillo. Rafal siguió tratando de conversar conmigo, aunque le costaba trabajo, su inglés era pésimo, dijo:
—Dumont, hombre peligroso para él mismo y para humanidad. El juega con seres de otros... otros...
—¿Otros mundos? —le ayudé.
—No, más malo aún, otros... ¡Universos! Otros universos. Universos diferentes a nuestro.
—¿Cómo sabe usted eso? —le pregunté.
—Dumont y yo ser amigos, viejos amigos, me da pena, mucho pena y tristeza, pero yo tener que matarlo a él antes de que...
Hubo un tenso silencio. Los estertores y siseos no dejaban de oírse. Ellas estaban abajo y sabían que algo había pasado.
—¿Antes que qué? —le pregunté a Rafal.
—Antes que Dumont cometa error y traiga cosa que destruye humanidad.
—¿Qué cosa?
—Cosa que destruye humanidad.
Rafal hacía su mejor esfuerzo por comunicarse, pero se notaba su frustración.
—Bueno, Rafal —le dije—, ahora lo único que importa es salir de este maldito castillo.
—Sí, sí, escapar.
—A ti te quedan cinco balas en tu revólver, mi pistola tiene siete tiros, si mal no recuerdo ellas son seis o siete. Podemos matarlas a todas, tenemos que bajar juntos, lado a lado y ser ágiles.
—¿Ser qué?
—Tenemos que movernos rápido y al mismo tiempo disparar.
—Sí, yo entender.
Rafal cogió la antorcha que Dumont había usado para llegar a su estudio y luego sacó su revólver. Yo ya tenía mi pistola en la mano. Nos paramos junto a la puerta.
—Rafal, mantén esa antorcha elevada, necesitaremos toda su luz.
—Sí, antorcha en alto.
Abrí la puerta rápidamente y sólo encontré tinieblas. Los siseos y estertores se oían más abajo.
Rafal y yo empezamos a bajar la escalera de caracol con nuestras armas listas. Los sonidos provocados por ellas se oían cada vez más cerca. Finalmente, poco antes de llegar al segundo piso pude ver a una, era la mujer sin ojos y con los dientes proyectados hacia fuera. Yo disparé. ¡BANG! Le di, pero no se cayó, por lo que volví a disparar, pero esta vez en la cabeza. ¡BANG! ¡BANG! El estruendo de los disparos casi me deja sordo por estar en una estancia cerrada. La monstruosa mujer esta vez se desplomó, muerta, pero las demás no tardaron en aparecer al mismo tiempo, y abalanzarse sobre nosotros. Rafal y yo corrimos unos metros disparando. ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! ¡No morían! La antorcha y los destellos de los disparos iluminaban pobremente la estancia.
—¡Rafal! ¡A la cabeza! ¡Dispárales a la cabeza! ¡Es su punto débil!
Se nos acabaron las municiones. Yo extraje el cargador vacío de mi pistola y lo reemplacé rápidamente por uno nuevo. Rafal había empezado a golpearlas con la cacha de su revólver mientras yo abría fuego directamente contra sus cráneos, ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! Caían muertas. Pero algo que notamos fue la gran puerta de madera situada a la izquierda de la estancia, esta vibraba con los golpes que le daba lo que sea que estuviese adentro, la puerta era aporreada sin cesar, y se oían chillidos y gritos como los que hace un cerdo al ser degollado. La puerta temblaba y temblaba con los golpes. Las monstruosas mujeres yacían en el suelo sin vida. Rafal tenía salpicaduras de sangre en la cara. No quisimos perder el tiempo y nos dispusimos a salir de ahí a toda prisa, pero fue muy tarde. La gran puerta se abrió con excesiva violencia y esa cosa salió raudamente de su prisión.
Es difícil describir con palabras lo que mis ojos vieron a la luz de la antorcha que mi compañero sostenía. Era un protoplasma gris que se transmutaba constantemente, le salían brazos y patas que luego desaparecían en su interior para ser reemplazados por otras extremidades, era como un amasijo de cuerpos semi antropomórficos que se retorcían, se formaban y se deformaban. En la parte frontal del ser había una oquedad redonda llena de lo que parecían ser huesos filudos, ¡una boca!, que emitía espantosos rugidos, una mezcla de gritos humanos y chillidos porcinos.
Aquella blasfemia viviente sacó un brazo largo de su cuerpo y atrapó a Rafal por la cintura. Rafal gritaba en ruso, no entendía lo que decía, tal vez estaba maldiciendo su suerte, pero enseguida el brazo que lo sujetaba lo empezó a meter en la boca del ente por las piernas. ¡AAAHHH! ¡AAAHHH! ¡Auxilios! ¡AAAHHH! gritaba Rafal mientras sus extremidades inferiores eran amputadas y el monstruo lo seguía devorando vivo.
Yo salí corriendo de ahí inmediatamente. Bajé las escaleras a trompicones, corrí a través de la antesala, abrí la puerta y empecé a correr por el puente de piedra que unía al islote donde se levantaba el castillo con tierra firme. Corrí lo más rápido que pude entre un mar embravecido. Continuaba lloviendo. Es un milagro que no me haya quebrado un tobillo, pues el piso no era llano, estaba lleno de rocas y hendiduras. Enseguida escuché un fuerte alarido entre la tempestuosa lluvia, un grito mitad humano mitad puerco. Me volví un par de segundos sólo para ver a la bestia salir del castillo. De nuevo comencé a correr hacia tierra firme cuando escuché un chapoteo, una vez más me volví y no vi a la criatura, se había zambullido en el mar oscuro y enfurecido. A partir de ese momento desarrollé una aversión al mar.
Pensando que tal abominación podía saltarme encima desde un lado del puente de piedra corrí los cien metros faltantes como un loco, llegué a la playa y seguí corriendo. No recuerdo cuánto tiempo duró mi huida, pero logré llegar a la carretera. Ahí me paré en medio obligando a un auto detenerse, le conté al chofer que unos hombres malos me perseguían (¿qué otra cosa le iba a decir?) y el conductor me dejó subir y partimos.
Al día siguiente tuve que enfrentarme a mi teniente, sabía que no creería mi historia, así es que inventé que me había caído por una ladera hasta un río y que de esa manera había perdido el sobre.
Mi teniente me miró sin enojarse, cosa que me pareció extraña.
—¿Estás seguro que perdiste el sobre? —me preguntó mi superior.
—Sí, sí, mi teniente —respondí extrañado.
El teniente me miró fijamente a los ojos por unos segundos sin decir nada, hasta que finalmente dijo:
—Siendo así, tendremos que mandar a otro soldado a que le entregue una copia del documento al señor Dumont Arseneau.
—¡NO! ¡ESO NO! —le grité a mi superior.
—Entonces cuéntame lo que en realidad sucedió —me dijo mirándome a los ojos, me miraba como si pudiera ver a través de mí.
No me quedó otra alternativa más que contarle la verdad. El teniente escuchaba pacientemente, sin hacer ningún gesto ni comentario, sin burlarse ni molestarse.
Al final de mi historia me miró profundamente a los ojos, una mirada penetrante, su expresión era seria y sólo me dijo una cosa: "Te creo".