El Niño de Hiroshima
Siempre me he considerado un hombre racional. Para mí todas las cosas son el producto de una secuencia lógica de hechos. Confío en la ciencia porque sé que se trata de una disciplina metódica basada en la observación y en la fría deducción, no en deseos o esperanzas del corazón humano.
En mi opinión, lo sobrenatural es la explicación banal y sencilla de mentes ignorantes y deseosas de auto engañarse; mentes que se basan en la emoción más que en la razón, afanosas de complacerse creyendo en lo que quieren creer con tal de calmar sus miedos y anhelos.
Pero el fenómeno acontecido una noche de 1997 (no recuerdo el día) en mi propia habitación hizo temblar los cimientos de mi incredulidad.
Por aquel entonces yo tenía veintiún años y compartía la habitación con mi hermano menor.
Eran ya como las once de la noche y yo aun me hallaba en el cuarto de estudio, sentado frente a la computadora y absorto en un juego de aquella época. Mi mente se encontraba tan sumergida en la acción acontecida en la pantalla de la máquina que perdí totalmente la noción del tiempo.
Cuando miré el reloj vi que era la una de la mañana. Decidí que ya era suficiente y me apresuré a apagar el computador. Toda la casa estaba a oscuras, mis padres y mi hermano yacían profundamente dormidos desde hace un buen rato, sólo la habitación en la que yo me encontraba permanecía iluminada por la brillante luz del fluorescente. A través de la ventana a mi derecha podía ver el gran parque situado frente de mi casa, que a aquellas horas de la noche estaba bañado por la luminiscencia blanca de varios postes de alumbrado público, los que me revelaban que ya no había ni un alma transitando por la calle.
Cuando la computadora se apagó y el zumbido de su ventilador cesó, la casa quedó en absoluto silencio.
Bajé el interruptor del cuarto de estudio y caminé en línea recta a tientas, en medio de la oscuridad, hacia el dormitorio que compartía con mi hermano. Al entrar prendí la luz para no tropezar con nada y de inmediato el rostro de mi hermano hizo una mueca de disgusto, aunque permaneció dormido.
Preparé mi cama para acostarme y me desvestí. Después de apagar la luz de la habitación todo quedó en tinieblas.
Echado en mi cama, mirando el techo, mis ojos se fueron adaptando al tenue resplandor que se filtraba desde los postes del parque, y poco a poco la oscuridad se volvió penumbra, haciendo que todo cuanto me rodease se percibiera de un color gris azulado. La cama de mi hermano estaba paralela a la mía y él mismo se veía como un gran bulto tapado de pies a cabeza por sábanas y frazadas. El tubo fluorescente circular ubicado en el techo del cuarto parpadeaba con débiles destellos de luz mortecina. La primera vez que mi hermano vio este fenómeno se asustó un poco y me preguntó sobre el origen de esa luz; yo le dije que cada vez que se apagaba un tubo fluorescente el gas argón atrapado en su interior quedaba un poco energizado y esa era la causa de aquellos destellos fantasmagóricos. Mi explicación calmó sus nervios.
Paulatinamente el sueño me fue invadiendo. El silencio en la habitación y en toda la casa en general era tan absoluto que casi podía oír los latidos de mi propio corazón. Me resultaba un tanto perturbador. Y es que cuando me voy quedando dormido mis defensas racionales se empiezan a apagar; es como si el cerebro quisiera ahorrar energía desconectando el lóbulo frontal, dejándome expuesto a miedos primitivos y a los fantasmas de mi imaginación.
¡Cómo me gustaría que mi hermano roncase! —pensé— por lo menos sus ronquidos quebrarían este silencio de mausoleo y acallarían mis pensamientos más absurdos.
De pronto, como un deseo cumplido, empecé a oír sonidos que provenían del cuarto de estudio. Se escuchaba como si alguien estuviera tratando de mover la computadora sigilosamente. Se oía su estructura metálica crujir con un tric, tric, tric.
Los pies de mi cama daban a la puerta abierta del dormitorio, a través de la cual se podía ver la habitación de estudios, por lo que simplemente alcé la cabeza sólo para corroborar que no había nadie ahí, sin embargo los sonidos persistían. Se escuchaban por momentos y se detenían, solamente para luego empezar a oírse de nuevo: Tric, Tric, ¡Track!
Mi mente se despabiló y de inmediato surgió la explicación a tales sonidos: La computadora se estaba enfriando, y el metal ligeramente dilatado por el calor estaba volviendo a su tamaño normal produciendo aquellos crujidos. Lo mismo pasa cuando se apaga un televisor después de haber estado prendido por mucho tiempo, únicamente que con la algarabía del día esos ruidos pasan desapercibidos, pero en el silencio de la noche son bastante notorios.
Volví a recostar mi cabeza en la almohada y traté de relajarme.
El sueño no tardó en regresar y empecé a sentirme adormilado.
De repente, se me metió la idea de que había algo o alguien a los pies de mi cama, y volví a levantar la cabeza de inmediato. Por supuesto no había nada; sólo podía ver el umbral del dormitorio con la puerta abierta, y unos metros más allá, el cuarto de estudios a oscuras.
Un tanto avergonzado por mi pueril ocurrencia, volví a recostar la cabeza sobre la almohada, cerré los ojos y traté de tranquilizarme. Una vez más podía sentir como la somnolencia me invadía paulatinamente haciendo que todos los músculos de mi cuerpo se relajasen y se sientan más pesados, hasta que finalmente me quedé profundamente dormido.
De inmediato empecé a soñar. No puedo recordar qué soñé, seguramente fue una secuencia de imágenes y situaciones sin ninguna coherencia entre sí que las uniera o les diera algún sentido.
No sé cuánto tiempo transcurrió desde que me dormí, pero en algún momento soñé que estaba recostado sobre mi cama en medio de la noche. Fue muy extraño. Era como una recapitulación de lo vivido momentos atrás, cuando aun me hallaba tratando de conciliar el sueño. Y fue esto último lo que me despertó explosivamente. Abrí los ojos de manera súbita, no con la idea, sino con la certeza de que había alguien a los pies a mi cama. En el acto mi torso se incorporó sobre mi lecho con la velocidad del brazo de una catapulta, fue como si mis músculos abdominales hubiesen adquirido una potencia sobrehumana. Y fue cuando lo vi. Mi hermano y yo, efectivamente, no estábamos solos.
Me encontré cara a cara con el cadáver calcinado de un niño desnudo, de pie e inmóvil a tres metros de mis ojos.
Tenía que ser un cadáver, pues su estado físico era semejante al de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima. No tenía ojos, solamente dos cuencas vacías; tampoco tenía nariz ni orejas; su boca era sólo un agujero redondo, sin labios ni dientes; su piel estaba totalmente chamuscada y pedacitos de ella colgaban por todo su esquelético cuerpo. Un largo hueso ligeramente curvo nacía de su espalda y se elevaba sobre su cabeza.
Era la cosa más espantosa que había visto en mi vida, y sabía muy bien que no estaba soñando. Uno normalmente se despierta cuando se da cuenta que está soñando, pero no, yo no me despertaba, yo no estaba soñando. Esto era horriblemente real, y estaba parado mudo e inmóvil frente a mí.
Un sentimiento de estupefacción, horror, y fascinación me invadió. Era horrible, pavoroso, pero a la vez fascinante. No podía salir de mi asombro, no podía creer lo que se hallaba frente a mis ojos; era totalmente irreal, pero ahí estaba, parado delante de mí como una estatua del infierno.
Sabía que tenía que hacer algo. Si la criatura no hacía nada, era yo quien tenía que actuar.
En medio de una amalgama de sentimientos de terror, negación y asombro, se me ocurrió comunicarme con él. Quise levantar mi brazo derecho, apuntarlo con el índice y hacerle una simple pregunta: ¿Quién eres tú? Pero fue entonces cuando me percaté que estaba paralizado de la cabeza a los pies. Era incapaz de mover un músculo. Había perdido la conexión con mi cuerpo. Ahora me encontraba a merced de esa cosa que permanecía inamovible frente a mí, con sus cuencas vacías “mirándome” directamente y con ese orificio que tenía por boca, siempre abierto en un grito mudo.
Haciendo un esfuerzo formidable empecé a levantar mi brazo derecho lentísimamente. Sentía como si tuviera pesas de treinta kilos atadas al antebrazo. Al mismo tiempo trataba de hacerle la pregunta, pero solo podía balbucear: Q…qui…qui…qui… Los músculos de mi boca también se hallaban paralizados. Tampoco podía girar la cabeza para ver a mi hermano. Era como si una fuerza extraña me hubiera aprisionado.
De pronto, la criatura desapareció. No se esfumó en medio de una nube de humo, ni se desvaneció lentamente. No. Desapareció al instante. En un parpadeo.
Apenas se fue, yo recobré el movimiento de mi cuerpo. Pude sentir su peso regresando a mí abruptamente.
Empecé a mover mis manos y pies como haciendo una prueba de funcionamiento: El control había vuelto.
Permanecí sentado por unos minutos sobre mi cama, pensando en lo que había pasado. Luego me volví a recostar diciéndome a mí mismo: Pero qué cosas tiene la mente. Y me dormí de nuevo, mas no sin antes hacerme un juramento. Sabía que lo que acaba de pasar tenía que tener una explicación científica. ¡Tenía que existir una causa natural! El hecho de que no la haya tenido en ese momento no significaba que no existiera. Me prometí a mí mismo que, sin importar si me tomaba el resto de mi vida, iba a encontrar dicha explicación.
Al día siguiente no mencioné nada a mi familia. Si mi hermano se enteraba de lo que había ocurrido mientras él dormía plácidamente, jamás volvería a entrar en la habitación que compartíamos, si es que no en toda la casa.
Bauticé a la criatura como El Niño de Hiroshima, por su espantosa similitud con las victimas más deformes de la bomba atómica arrojada en 1945 por los norteamericanos.
Pasaron dos meses, y lo sucedido quedó en mis archivos de “Casos no Resueltos” dentro de mi memoria.
Hasta que una noche inesperada, mientras veía por televisión un documental acerca de los trastornos del sueño, encontré la tan ansiada explicación. Jamás había prestado tanta atención a un documental como esa vez. Estaban hablando precisamente del fenómeno que yo había vivido un par de meses atrás.
Resultó que lo que yo había experimentado no era único. Era muy extraño, pero no único. El fenómeno era conocido como “Parálisis del Sueño”, y sus efectos eran todo lo que yo había sufrido aquella noche. Brindaron una explicación fisiológica de su causa.
No voy a describir aquí la mecánica de esta anomalía del sueño, pues no la recuerdo lo suficientemente bien. Solamente puedo decir que me bastó con saber que yo había tenido razón: siempre existió una explicación natural y científica, tan sólo que en ese momento no la sabía, pero existía. Al menos eso es lo que yo pensaba hasta que intercambié correspondencia con un amigo, el doctor William Brown, psicólogo del National Institute of Mental Health, que reside en Estados Unidos y al que yo acababa de conocer hace poco en persona.
Como una manera de corroborar lo visto en el documental le escribí a mi amigo un correo electrónico contándole toda la experiencia del Niño de Hiroshima. Le conté todo sucintamente, especialmente los síntomas físicos.
Mi amigo me respondió al día siguiente con una sola pregunta: ¿El niño tenía alas?
Con un sonrisa burlona en la cara me apresté a contestarle que no. Pero en ese momento recordé el largo hueso ligeramente curvo que nacía de la espalda de la criatura y se elevaba sobre su cabeza. Cerré los ojos para tener una mejor visualización de la imagen en mi memoria. De pronto me sobresalté. No había sido un hueso lo que nacía de su espalda. Recién lo notaba. Eran dos alas cerradas muy juntas que desde mi ángulo de visión parecían ser un solo apéndice.
Me apresuré a responderle a mi amigo. Le dije que sí, efectivamente el ser tenía alas.
No es Parálisis del Sueño lo que has tenido —me contestó— La criatura que describes ha sido vista antes, pero siempre sobre columnas de puentes colgantes o en estructuras altas y abandonadas, nunca tan cerca como tú lo mencionas. Te adjunto una fotografía.
Miré la foto adjunta en su correo electrónico y la sangre se me enfrió en las venas. La fotografía, tomada con lente telescópico, mostraba exactamente al mismo ser monstruoso que había estado en mi habitación un par de meses atrás. El desconocido fotógrafo lo había sorprendido parado en lo alto de un silo abandonado, con sus alas en forma de media luna totalmente abiertas y “mirando” directamente al lente de la cámara. Era la imagen de un pequeño humanoide alado que por su apariencia física debía de estar muerto, quemado, pero estaba vivo.
Según mi amigo la criatura era real para unos y una leyenda para otros. Tenía varios nombres: El Ángel de las Cenizas, El Duende Alado de Johnstown, El Niño de las Sombras, El Niño de la Oscuridad, etcétera. La fotografía que me había mandado era una de las más nítidas, me comentaba. La examiné detenidamente. No cabían dudas. Se trataba del mismo ente que estuvo en mi habitación. No se sabía qué era ni de dónde venía. Los avistamientos eran breves y muy esporádicos, pues la criatura tenía la característica de desaparecer tan velozmente que muchos testigos la atribuían a su imaginación, pero las cámaras registraban su presencia.
Pero lo peor de todo era que la criatura aparecía antes de que ocurriese una tragedia. Me contó mi amigo que una vez la vieron parada sobre la columna de un puente colgante y que a las tres semanas hubo un terremoto y el puente sucumbió. Me dijo que casos como ese se reportan en toda la Internet. Una aparición, una tragedia.
¿Significaba que habría una tragedia en mi casa? No quería ni pensarlo. Todo esto no debía ser más que uno de los muchos mitos que abundan en la Internet.
Tres noches después yo estaba tranquilamente durmiendo cuando de pronto fui arrojado de mi cama por una fuerte explosión, toda la casa se remeció, los vidrios de las ventanas estallaron y un ruido ensordecedor lo envolvió todo, fue como si un auto-bomba hubiese estallado en mi puerta.
De inmediato todo se movilizó: camiones de bomberos, ambulancias, patrulleros y hasta helicópteros. Toda mi familia salió a la calle en bata para ver la conmoción.
Inicialmente se presumió de una bomba terrorista, pero luego empezaron a surcar rumores entre los vecinos: un meteorito del tamaño de un auto pequeño se había estrellado en medio del parque, levantando el suelo y dejando un enrome cráter. El impacto había hecho que varias casas se derrumben, afortunadamente la mía estaba casi intacta, y digo casi porque al momento de salir pude ver varias grietas en el techo y paredes.
Las ambulancias recogían a los heridos o muertos. El helicóptero iluminaba todo el lugar con sus grandes reflectores, los bomberos prestaban auxilio a los heridos atrapados en las casas que se habían derrumbado. La policía se limitaba a observar que no hubiera saqueos. Todo el vecindario estaba en la calle, las mujeres y niños lloraban, los hombres se acercaban para curiosear, pero eran detenidos por la policía. La prensa no tardó en llegar en sus camionetas, filmando y documentando todo el hecho histórico e interrogando a cada vecino disponible.
En mi mente estaba el Niño de Hiroshima, él no era el responsable de que una roca espacial haya impactado en medio del parque, pero era una tragedia que había seguido a su aparición. A partir de ese momento algo cambió en mí, mientras veía a la gente correr, las llamas esparciese por los balones de gas, a los policías interviniendo, a los bomberos gritándose unos a otros y al helicóptero iluminando toda la zona… todo aquello pasaba como en cámara lenta y fue cuando sentí que El Niño de Hiroshima era real, tan real como yo.
Volvimos a entrar a la casa, que para mí ya no era tan segura.
Jamás le comenté de esto a nadie, solo a mi amigo estadounidense, el Doctor William Brown. Para mí el tema terminó convirtiéndose en una obsesión casi patológica. Me vi obligado por las circunstancias a contarles a mis padres sobre mi obsesión. Al principio no lo tomaron como algo grave, pero conforme me fui imbuyendo en el asunto hasta el punto de que ya no hablaba de otra cosa, fue cuando me llevaron a un psiquiatra, lo cual, por supuesto era una total pérdida de tiempo y dinero.
A medida que pasaban los meses yo no me apartaba de la computadora, buscando más información e incluyéndome en foros sobre el tema. Empecé a dejar de bañarme, de afeitarme y de comer. Mis padres me prohibieron usar la máquina, pero yo los desafiaba, incluso hubo una ocasión en que casi me voy a los puños con mi propio padre. Tenía mi habitación hecha una pocilga, llena de revistas de Ovnis y Misterios, incluso pensé unirme a la Cienciología, pero mi amigo, el Doctor Brown, no me lo recomendó, me dijo que la Cienciología era una organización con fines de lucro que estafaba a la gente ingenua o desesperada para sacarles todo el dinero posible. Todo era dinero y nada más que dinero. Mi obsesión fue tanta que pegaba fotos del Niño de Hiroshima en la pared de mi cuarto. Mis padres me llevaron con tres psiquiatras en total, cada uno de ellos trataba de convencerme de que El Niño de Hiroshima no existía, pero no pudieron persuadirme y tampoco tomaba mis medicamentos, porque yo sabía lo que mis ojos habían visto, y era real, no una fantasía de la mente como originalmente pensé.
Hasta que un buen día yo estaba sentado frente a la computadora, sucio, maloliente, en pijamas, hecho casi un esqueleto de pelo largo y barbudo. Mi madre se me acercó llorosa y me dijo:
—Hijito, te vamos a llevar a un lugar donde te sientas bien.
Fue ahí cuando vi a los dos corpulentos enfermeros.
Yo luché con todas mis fuerzas, pero la falta de alimentación más el entumecimiento de mis músculos me hacía imposible librarme de los fornidos brazos de aquellos dos hombres. Uno me tomaba por las piernas y el otro por las axilas. Yo luchaba y mi madre, que no se había separado de mi costado, me suplicaba que deje de resistirme, que todo iba a estar bien. Me metieron a una viejísima ambulancia donde me sedaron con una inyección, y yo me fui relajando poco a poco hasta que me rendí.
Es por eso que escribo estas páginas desde el Hospital Víctor Larco Herrera. No guardo esperanzas de salir jamás de este maldito manicomio.