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Entre las tumbas


En la ciudad de Lima-Perú, en el humilde distrito de San Juan de Lurigancho se encuentra la casa de Don Humberto Rojas. Allí, en su barrio, todo el piso es de tierra. Las casas son de material noble, pero sin tarrajear, y muchas de ellas no tienen más que sucios techos de calamina. La maraña de cables telefónicos y de luz enredados entre los postes es difícil de no notar, así como algún perro muerto hinchado y lleno de moscas que nunca faltan a un lado de la pista. Otros perros vagabundos andan solos, olfateando cada pila de basura tirada en la calle, o si son jaurías ya se convierten en un peligro para la gente, y es raro que haya un vecino que clame no haber sido mordido nunca. Las mototaxis, tronando sus pequeños motores y echando humo por sus sucios tubos de escape, son un elemento muy familiar en el espectáculo de pobreza de ese barrio y de la mayoría de barrios de ese distrito. Hay zonas en las que la urbe se apiña en estrechas calles inmundas, flanqueadas por comercios y casas de dos o tres pisos con los ladrillos a la vista. Ver el tren eléctrico pasar es una pincelada de modernidad en ese distrito. Ver como el distrito invade los cerros aledaños con casas de esteras y palos es una pincelada de cruda realidad.

Frente a la casa de Don Humberto Rojas se halla, cruzando la pista, el gigantesco cementerio El Sauce, que yace metido en una quebrada de un cerro del mismo nombre. En realidad, para cualquier observador, pareciese que el cementerio nace de la enorme quebrada y el cerro lo abraza cariñosamente como a un hijo. El cementerio, cada vez más grande, cada vez más alto, de crecimiento desordenado, posee todo tipo de tumbas; las más numerosas son los pabellones: grandes estructuras rectangulares de sesenta metros de largo por cinco de alto, contienen numerosos nichos, unos sobre otros, y en cada nicho yace un ataúd, son algo así como edificios de departamentos para los muertos. También hay tumbas al nivel del suelo y otras subiendo el cerro. Hay cientos de tumbas, además de nichos vacíos que pueden ser comprados por doscientos o trescientos soles. Los más cercanos al suelo son los más costosos. Cada primero de Noviembre el cementerio se convierte en escenario de grandes fiestas en las que la gente va a estar con sus seres queridos fallecidos. En estas fiestas no faltan los cantantes vernaculares, los conjuntos musicales y los danzantes de tijeras. La chicha de jora, la cerveza y el pisco fluyen como ríos por las gargantas de los presentes, entre los cuales hay mujeres y hombres borrachos, ancianos y niños. Pero la mayor parte del año, pasadas las cinco de la tarde, el cementerio El Sauce es un lugar desolado y silencioso, ya no hay ni un alma recorriendo las numerosas tumbas, y cuando cae la noche se convierte en un lugar tétrico y tenebroso.

Catorce de julio. Once y cincuenta y dos de la mañana. Don Humberto se despertó con una horrible resaca. Sacó su brazo de la cama y palpó el suelo hasta encontrar la botella de pisco, la levantó hacia su vista y ¡Maldita sea! estaba seca. Dejó la botella en el piso, prácticamente la arrojó al suelo y esta se rompió.

—¡Ya te despertaste, viejo borracho! —le gritó Doña Julia, su mujer— ¡Y para colmo rompiste la botella! ¡Claro, soy yo la que limpia!

Don Humberto, Jubilado de setenta y ocho años, hizo un esfuerzo por sentarse en su colchón hecho de cartones viejos, su larga barba blanca y rala le llegaba hasta el famélico vientre. Estaba descalzo y había vidrios en el suelo por lo que buscó con la mirada sus desgastadísimos zapatos.

—¡Ya voy, ya voy, viejo inútil —dijo Doña Julia con una expresión facial que la hacía parecer más fea de lo que ya era— ¡No te vayas a cortar las patas y después una tiene que curarte!

—Ya no me jodas, mujer, que todo me da vueltas.

Y era cierto, todo lo que Don Humberto miraba parecía moverse: la pared de ladrillos sin tarrajear, el televisor del siglo pasado, el foco de luz que colgaba del techo, la otra cama hecha de cartones viejos donde dormía su mujer...

—¡Cómo no te va a dar vueltas todo —dijo la mujer—, si has estado chupando pisco desde la mañana de ayer!

Doña Julia empezó a barrer los vidrios rotos. Don Humberto sólo la observaba. Vieja gorda y horrorosa. De todo se quejaba y siempre por lo mismo: Plata. Como pensionista, Don Humberto sólo cobraba el sueldo mínimo, de hecho toda su vida había cobrado el suelo mínimo para un profesor, y todo se iba en la comida y en pagar las cuentas de agua y electricidad, poco le quedaba para comprar su tan ansiado pisco o ron que lo ayudaban a escapar de su triste realidad, aunque el precio fuese una tremenda resaca.

Doña Julia se llevó el recogedor con los vidrios rotos a la cocina.

—¡Mujer, ya tengo hambre, sírveme mi sopa! —gritó Don Humberto.

—¡Sólo para eso sirves, para tragar y chupar! ¡Todo el día yo trabajo en la cocina para darte de comer y qué obtengo a cambio: nada!

—Ya no jorobes, mujer, siempre con la misma cantinela. Todos los días tengo que escuchar lo mismo.

—¿Y qué quieres? ¿Qué esté feliz con la miseria que me das? ¿Por qué en vez de estar chupando no buscas trabajo?

—¿A mi edad? ¿Estás loca?

—Tienes razón, ya deberías estar muerto.

—No hables estupideces, mujer, y sírveme mi comida que me muero de hambre.

Doña Julia salió de la cocina con un plato de caldo de gallina en la mano, lo puso en la mesa de la sala y volvió a la cocina. Don Humberto se paró de la cama, se calzó sus zapatos rotos y fue caminando pesadamente hasta la mesa, se sentó y empezó a tomar su sopa de gallina. Cuando terminó exigió su segundo. Su esposa retiró el plato vacío y lo reemplazó por otro plato de arroz con huevo. Don Humberto se lo devoró. Luego se paró de la mesa y fue directamente al baño a defecar. Estuvo unos veinte minutos ahí, pujando mientras su esposa se quejaba de algo. A Don Humberto no le interesaba, los quejidos de su mujer eran como un ruido que lo volvía loco y miserable, todo estaba mal para ella. Cuando Don Humberto salió del baño sólo tenía una cosa en mente: dormir una siesta para bajar la comida, pero apenas abrió la puerta del baño se encontró con la fea y adusta cara de su esposa.

—Dame veinte soles —le dijo su mujer.

—¡Veinte soles! ¡¿Para qué quieres veinte soles?!

—Para mantenerte vivo, viejo zopenco.

Don Humberto se la quedó mirando desconcertado.

—Es para la comida de mañana, bruto —le espetó su mujer.

Don Humberto sólo tenía cincuenta soles en el bolsillo, era todo lo que le quedaba del cobro de su pensión y, en su mente, ese dinero ya estaba destinado para licor, por eso el pedido de su esposa lo enfadó.

—¡Yo ya no tengo plata! —dijo el hombre— ¿Ya te gastaste todo lo que te di?

—Necesito veinte soles o mañana no comes, ¿cómo es la cosa?

Don Humberto, enojado, metió la mano al bolsillo y sacó un billete arrugado de diez soles más una moneda de cinco y se los dio a su mujer.

—Toma.

—¿Qué es esto? Yo te pedí veinte no quince.

—Es todo lo que te voy a dar y ya no me estés jodiendo.

—¡Encima de borracho eres tacaño!

—Sí, sí, como sea —replico Don Humberto regresando a su cuarto y recostándose en su cama.

Casi al instante se quedó profundamente dormido, satisfecho, con la barriga llena. Su mujer se acercó despacito y se lo quedó mirando por un rato. Ojalá fueras como hace años. Ya no importa. Y se sentó en la sala a ver sus telenovelas.

Don Humberto abrió el ojo cerca de las cinco y media de la tarde. Se levantó con esfuerzo y se puso su vieja casaca. Caminó hasta la sala. Su mujer lo vio.

—Voy a salir un rato —le dijo Don Humberto.

—¿Adónde vas?

—Qué te importa.

—Vas a comprar más licor, estoy segura que vas a volver con una botella.

Don Humberto no dijo nada. Doña Julia continuó:

—¿No me contestas? El que calla otorga.

—¡Basta, me voy! —dijo Don Humberto saliendo por la puerta.

Efectivamente, fue a la bodega más cercana y pidió una botella de pisco que le costó ocho soles.

Después de comprar el licor se prestó a regresar a su casa, pero en el acto se detuvo. Se dio cuenta de que en su casa no iba a poder beber en paz, su antipática mujer lo estaría reprochando a cada trago. Miró a su alrededor. Había un par de cantinas en la esquina donde los borrachos libaban cerveza y daban grandes risotadas, pero para Don Humberto la cerveza era un lujo, además no lo dejarían sentarse en una mesa con una botella de pisco comprada en la calle. Siguió buscando con la mirada un lugar donde poder beber tranquilo, en la acera de tierra no podía hacerlo, la policía le haría problemas. De pronto, su mirada se detuvo en la entrada del cementerio El Sauce, que a esa hora estaba desierto. Sin pensarlo dos veces Don Humberto cruzó la pista y entró al cementerio como Pedro en su casa. Caminó durante varios minutos entre lápidas, tumbas y pabellones llenos de nichos. Miraba todo a su alrededor buscando un lugar donde sentarse a beber tranquilo. Los arbustos secos podrían darle un poco de privacidad, pero en ese lugar ya no había nadie, así es que Don Humberto siguió su camino cementerio arriba. Iba por un sendero sinuoso flanqueado por tumbas excavadas a nivel del suelo. El sol ya se estaba poniendo y pintaba todo de un color naranja amarillento, las sombras de las cruces se estiraban sobre el suelo por la luz del ocaso. De vez en cuando una rata pasaba corriendo y le cortaba paso a Don Humberto y este nomás se reía. Parece que no estaré tan solo después de todo, je,je,je. Siguió caminando y dobló a la derecha metiéndose en un laberinto de pabellones llenos de nichos, aunque había algunos vacíos. Mientras caminaba iba dándole tragos y tragos a su botella de pisco barato. Después de un momento se dio cuenta de que estaba desubicado, todos los pabellones se parecían y estos formaban calles cortas por donde no pasaba nadie. Don Humberto salió al sendero y caminó un poco más cerro arriba, dobló a la izquierda en la esquina de un pabellón, desde allí siguió de largo hasta el término de la edificación y finalmente se sentó en el suelo junto a un nicho vacío al nivel del piso de tierra, frente a otro pabellón. Ya había anochecido y la Luna se veía en el cielo. Los arbustos secos, las lápidas, los pabellones, todo empezaba a ser bañado con una luz gris azulada. Don Humberto se quedó observando a la Luna en su cuarto menguante, la observó por unos segundos y luego levantó su botella hacia ella, a tu salud, Lunita que me ilumina, y dio otro trago a su botella. No le importaba que fuese de noche ni que estuviese en un cementerio, había encontrado un lugar cómodo y solitario, donde nadie lo jodía y podía beber su licor en paz. Estuvo dándole tragos a la botella y acordándose de su mujer, ¡esa vieja fea y quejumbrosa! Y pensar que alguna vez él estuvo enamorado de Julia, Julita, como la llamaba, pero el tiempo lo echa todo a perder, ella engorda, se abandona y él tiene que conformarse con eso, porque pobre de Don Humberto si lo pillan siendo infiel, se arma la gorda. Le dio dos tragos más a su botella y se quedó contemplando una nube que tapaba la Luna y poco a poco fue siendo invadido por una somnolencia que eventualmente hizo que se quede dormido sentado donde estaba.

Don Humberto abrió los ojos lentamente sólo para encontrarse con un panorama extraño, ¿dónde estaba? ¡Ah sí!, se acordó, estaba en el cementerio, se dio cuenta que se había quedado dormido, pero no sabía por cuanto; la Luna resplandecía sobre su cabeza, así es que debió ser por una hora, máximo dos, tal vez tres. Don Humberto no tenía reloj, por lo que no sabía que ya eran altas horas de la noche. Inmediatamente buscó su querida botella de pisco y la halló en su mano izquierda. Sintió un alivio, por un segundo pensó que se le había derramado, pero no fue así. Se llevó el pico de la botella a la boca y mamó como un bebé, entonces retomó sus pensamientos sobre su mujer, pero esta vez en voz alta.

—¡Maldita mujer! Yo debería estar sentado en mi mesa tranquilo, pero no puedo con ella quejándose de todo, no puedo. Me llamaría viejo borracho, viejo alcohólico y no pararía de joder la paciencia, no, tengo que buscar la paz en el cementerio para huir de sus quejas. Dice que no le doy suficiente plata —se bebió un trago—, pero de dónde mierda voy a sacar más plata —otro trago—, me dice que me meta de mototaxista, ¡Bah!, como si pudiera comprar una mototaxi —otro trago, el pisco entraba como agua en su garganta—, ¡Maldita bruja quejumbrosa! —gritó Don Humberto, después le dio otro trago a la botella— ¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí!

Se quedó callado por unos segundos, bebiendo y meditando sobre su triste vida, hasta que algo ocurrió.

—¿Por qué no la matas? —susurró el viento.

Don Humberto dio un respingo, se puso alerta y no dijo nada. Se quedó esperando.

—Mátala —se oyó de nuevo la voz.

—¿Quién me habla? —dijo Don Humberto mirando a todos lados, mas no encontró a nadie.

—No seas cobarde, mátala. —volvió a susurrar un viento frío que pasó entre los dos pabellones donde se hallaba el hombre.

—¡No soy cobarde! ¿Quién eres tú? —preguntó Don Humberto ya ebrio hasta los huesos.

No hubo respuesta.

Don humberto se puso de pie y tambaleándose fue y rodeó el pabellón para verificar si había alguien detrás, pero no encontró nada más que nichos, así es que volvió al lugar donde había estado y se sentó.

—Dices que la mate, pero si lo hago iría a la cárcel ¡Y no quiero pasar mis últimos días preso! ¡¿Entendiste?! ¿Qué haría yo si me meten preso? ¿Ah?

—Miente —volvió a susurrar el viento helado.

—Bueno, sí sé mentir, a Julia le he mentido toda mi vida, pero la policía no es zonza, ellos...

En ese momento se escuchó a lo lejos la voz de Doña Julia, que había entrado en el cementerio pensando que su marido estaba ahí.

—¡Humberto! ¡Humberto! ¡¿Dónde estás?!

—¡Es ella! —dijo Don Humberto— ha venido a buscarme.

—Es tu oportunidad. Mátala y serás libre.

La voz de Doña Julia se oía lejos, en la parte baja del cementerio.

—¡Humberto! ¡¿Estás aquí?! ¿Dónde te has escondido?

—No tendrás otra oportunidad.

Don Humberto se puso de pie dejando su botella en el suelo, dio dos pasos adelante y sus pies se tropezaron con una piedra de regular tamaño. Tomó la piedra y se la llevó a la espalda. Luego empezó a caminar arrastrando los pies hasta salir de la calle formada por los dos pabellones.

—¡Mujer! ¡Aquí estoy! —gritó con voz aguardentosa.

Doña Julia lo vio a docenas de metros cuesta arriba.

—¡Pero Humberto! ¿Estas loco? ¿Qué estás haciendo aquí, en el cementerio? Te he estado buscando por todas las cantinas. ¡Baja de inmediato que ya es casi de madrugada!

—¡No, mujer, sube tú, te quiero enseñar algo, ven!

—¿Qué me quieres enseñar? No me importa, ven, baja y vamos a la casa que está haciendo frío.

—¡No, mujer, es importante, es increíble lo que he descubierto, ven a ver! —dijo Don Humberto con la mano que sujetaba la piedra escondida en su espalda.

—¿Qué es lo que has descubierto? —preguntó cansada Doña Julia.

—¡Tienes que verlo! ¡Es increíble! ¡Ven, sube!

Doña Julia empezó a subir pesadamente hasta donde estaba su marido haciendo señas para que se apurara, pero Doña Julia era una mujer vieja y le costaba subir, pero su esposo la animaba.

Cuando Doña Julia estuvo a unos metros de su marido le dijo:

—A ver, ¿qué es lo que querías enseñarme?

Don Humberto avanzó hasta su mujer.

—¡Te quería enseñar esto!

Y alzó la piedra con la mano derecha y la estrelló contra el cráneo de su esposa. Esta se tambaleó, pero Don Humberto le asestó otro golpe con la piedra.

—¡Ay, ay, ay¡ ¿Qué estás haciendo, Humberto?

Pero el hombre estaba en un frenesí de golpes.

Su mujer levanto instintivamente los brazos para defenderse, mas Don Humberto estaba decidido a matarla. Soltó la piedra ensangrentada y empezó a ahorcarla. Los dos cayeron al suelo, pero Don Humberto apretaba más y más la garganta de su mujer, ella sacaba la lengua y hasta los ojos se le habían puesto saltones, luchaba como podía, pero el hombre tenía más fuerza y apretó esa garganta hasta que su esposa dejó de moverse. Luego, poco a poco fue relajando las manos. Su esposa ya no se movía. Don Humberto, agitado, se puso de pie y contempló lo que había hecho. El cuerpo de Doña Julia yacía inerte a sus pies. ¿Y ahora qué hago? se preguntó el asesino. Miró todo a su alrededor. El panorama estaba calmo y desolado, no había testigos más que una que otra rata que salían por las noches. Don Humberto se quedó mirando el cadáver de su mujer por un rato. Luego la sujetó por las axilas y empezó a arrastrarla hasta el lugar donde el había estado. En ese lugar había un nicho vacío al nivel del suelo, su plan era meterla ahí.

Estuvo arrastrándola por unos minutos, pero Don Humberto también era viejo y los músculos no le daban para arrastrar un cuerpo muerto. Tuvo que hacer varios descansos, en uno de ellos fue por su botella de pisco, casi vacía, bebió unos tragos y continuó con su faena.

Por fin, después de veinte minutos aproximadamente había logrado llevar el cuerpo de su esposa hasta el nicho vacío, pero ahora comenzaba lo difícil: meter el cuerpo al apretado nicho. El cuerpo de Doña Julia estaba boca abajo. Una vez más Don Humberto la tomó de las axilas y metió la cabeza y hombros del cadáver al nicho, la mayor parte aún estaba afuera. Don Humberto se secó el sudor de la frente y empezó a empujar el cuerpo de las nalgas, eso lo movió unos cuantos centímetros hacia adentro, pero no sería suficiente, Don Humberto seguía empujando con todas sus fuerzas hasta que por fin terminó por meter medio cadáver. Se sentó a un costado, agotado, sudoroso, le dio el último trago a su botella de pisco barato, descansó unos minutos y volvió a la faena, pero se dio cuenta de que el método que estaba utilizando no le serviría más, tuvo él que meterse al nicho para jalar el cuerpo de su mujer. El cuerpo se empezó a introducir. Don Humberto jalaba y jalaba de las axilas al cadáver de su esposa y eso pareció funcionar mejor, el cuerpo estaba entrando. El hombre usaba todas sus fuerzas para jalar, hasta que ambos quedaron cara a cara dentro del nicho. Don humberto, al estar echado de costado y ya yo tener que jalar, se relajó un poco, ahora tenía él que salir. Empezó por apoyarse en el techo del nicho para deslizarse hacia atrás, pero fue cuando sintió un cosquilleo en la pantorrilla, bajó la mirada hacia sus pies y vio a una rata meterse por la basta de sus pantalones. ¡Maldito animal, sal de ahí! Don humberto movió la pierna en un intento de que el roedor salga, pero en vez de eso sintió una dolorosa mordida.

—¡Ayyy, miserable rata!

Siguió moviendo la pierna cuanto podía, pero la rata había empezado a roerle la carne. Don Humberto alzó la cabeza en un gesto de dolor, pero luego sintió más movimiento en sus pies, era otra rata que se le metió por la otra pierna y empezó a roer, luego, para su horror, decenas de ratas comenzaron a entrar al nicho y comerse muerta a Doña Julia y vivo a Don Humberto, clavando sus filudos incisivos en la carne y desgarrándola.

—¡AAAHHH! ¡AAAHHH! —gritaba el hombre.

Don Humberto apoyó las manos en el techo del nicho e intento deslizarse hacia afuera, pero en ese momento los brazos de su esposa lo atenazaron. Doña Julia abrió unos horribles ojos blancos que miraban fijamente a su esposo.

—¡Me mataste, viejo hijo de puta, me mataste!

—¡PERDÓN! ¡AAAHHH! ¡PERDÓNAME DIOS!

Las ratas hambrientas seguían entrando al nicho y devorando ambos cuerpos.

—¡AAAHHH! ¡AAAHHH! ¡SUÉLTAME JULIA! ¡AAAHHH! ¡ME DUELE! ¡ME DUELE! ¡ESTÁN ENTRANDO EN MI ESTÓMAGO! ¡AAAHHHRRGG!

Pero Julia no lo soltaba, lo tenía atrapado en sus brazos con fuerza sobrehumana.

Los huesos de ambos cuerpos empezaban a quedar expuestos. No sólo roían la carne, sino también las ropas. Y las ratas seguían entrando al nicho como demonios voraces, metiéndose en la carne, mordiendo, royendo, comiendo.

—¡AAAHHH! ¡AAAHHH! ¡AAAHHH! —los alaridos de Don Humberto fueron escuchados por los vecinos, quienes llamaron a la policía.

Quince minutos después llegó una patrulla. Se bajaron dos policías mirando a todas partes. Dos vecinas salieron en pijama y les dijeron a los policías que habían escuchado gritos espantosos en el cementerio. Pero lo gritos ya no se escuchaban más, y el cementerio era inmenso, además era de madrugada, pero lo policías tuvieron que entrar para investigar. Uno de ellos tendría veinticinco años y el otro cincuenta y tantos. El policía joven iba adelante, alumbrando todo con su linterna, el viejo lo seguía trabajosamente, también alumbrando con la linterna. No se veía nada más que tumbas, cruces y pabellones. Nada sospechoso, pero las vecinas habían insistido en que los gritos eran espantosos, que podía ser un ritual satánico, que por favor investigaran.

De pronto, el policía joven, que iba varios metros adelante gritó:

—¡Dios mio!

El agente viejo se apresuró a llegar a donde estaba su compañero y lo vio pálido a la luz de la Luna.

—¿Qué pasa? ¿Por qué gritas?

El policía joven señaló el sendero, cementerio arriba.

—Vi... vi...

—Qué, qué viste.

—Allá arriba —señalaba el policía joven.

—¿Qué hay allá arriba?

—Vi a un niño sin cabeza.

—¿Qué?

—Estaba ahí, estaba parado, desnudo y sin cabeza, pero ya no está.

—Estás hablando huevadas. Estás viendo visiones. ¡Vamos, dime dónde lo viste!

—Allá, allá arriba.

Los policías subieron por el sendero pasando tumbas y pabellones y llegaron al lugar donde el joven policía había señalado. No había ningún niño sin cabeza, pero a su izquierda se hallaba un pabellón y los policías escucharon tenues chillidos que provenían del final de este. Alumbraron con sus linternas y vieron un confuso movimiento en uno de los nichos. Se acercaron y se dieron con un espectáculo nauseabundo: aquel nicho estaba lleno de ratas gordas y negras. El policía mayor sacó su pistola y dio un tiro al aire, el estruendo espantó a los roedores que salieron en manadas. Los agentes pateaban a las ratas que querían subírseles a los zapatos.

Después de que toda la marejada de ratas abandonara el nicho, los policías apuntaron sus linternas hacía su interior y lo que vieron jamás se borraría de sus mentes. Dentro del nicho había dos esqueletos humanos sanguinolentos, semi devorados, estaban frente a frente, abrazados, y uno de ellos temblaba espasmódicamente abriendo y cerrando la mandíbula en gritos mudos.


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